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LA LIBRERÍA AMBULANTE

Quijotes del libro

¿Cuál es la mejor ocupación del mundo? Para quienes amamos los libros, cualquiera de los relacionados con ellos podría ser el trabajo ideal.  


	¿Cuál es la mejor ocupación del mundo? Para quienes amamos los libros, cualquiera de los relacionados con ellos podría ser el trabajo ideal.  

¿Quién no ha soñado con montar una pequeña librería, incluso una editorial, abandonar un trabajo de oficina que no colma las aspiraciones propias y dedicarse a lo que realmente le satisface? Algunos, más emprendedores y valientes, cumplen su sueño. Pocos, sin embargo, son los que lo hacen de una forma tan original como la que se nos relata en La librería ambulante.

Helen McGill, una digna y respetable solterona de Nueva Inglaterra, vive consagrada a su granja y al cuidado de su hermano, un autor de éxito. Sus días están ocupados en hornear pan, vigilar que las gallinas pongan, llevar las cuentas y preparar, tres veces al día, sustanciosas comidas. Todo ello lo hace con entusiasmo, mimo y orgullo. Pero su vida cambia cuando una mañana llega a su granja un curioso hombrecillo a bordo de un no menos curioso vehículo: la librería ambulante que da título a la novela.

Todos estamos familiarizados, gracias al cine y la literatura, con los charlatanes y buhoneros que antaño recorrían las zonas rurales de Estados Unidos. En sus carromatos, llevaban todo tipo de mercancías ­­–desde los utensilios más modernos a los brebajes pseudomilagrosos más inútiles– a granjas y aldeas aisladas, donde su llegada era un gran acontecimiento. Frank Mifflin, el propietario de nuestra librería ambulante, es pariente cercano de estos mercaderes, pero a él le mueve un celo cuasi evangelizador: desea llevar la literatura, la buena literatura, a todos los rincones del país. 



A algunos leer puede parecerles una frivolidad, un pasatiempo sin más. Cuántos son los que afirman que no leen porque no tienen tiempo. Precisamente ellos, quizá, son quienes más lo necesitan. Como la señorita MacGill, tan absorta en su trabajo, tan ocupada con los quehaceres diarios, que ve pasar la vida sin más objetivo que la comida del día siguiente, sin más ilusión que ahorrar lo suficiente del dinero que le produce la venta de huevos para comprarse un Ford modelo T que le sirva de ayuda en la granja. Vive rodeada de las maravillas de la naturaleza, pero apenas sale a contemplar una hermosa puesta de sol. No tiene tiempo, así que cómo va a perderlo leyendo.


La literatura, afirma Mifflin, no es sólo para los grandes intelectuales. No es un misterio al alcance de unos pocos que puedan apreciarla en todo su valor, un disfrute para las mentes más nobles y exquisitas. El protagonista de nuestra novela cree que precisamente son las gentes más simples, las que viven una dura existencia dedicadas a sus modestos trabajos y al cuidado de sus familias en pueblos remotos, quienes que más necesitan del consuelo y el disfrute que proporciona la lectura. Pero no basta con recomendarles leer, aunque se trate de libros excelentes, apunta el dueño de la librería: hay que ir hasta cada persona, conocerla, comprender sus intereses, leerle cuentos, poesías, novelas; dar a cada uno el libro ideal. Y ésa es la ilusión de su vida.

Frank Mifflin es, pues, el librero perfecto: un hombre que no busca sólo vender libros, sino hallar el libro perfecto para cada lector. Un Don Quijote al que los libros han robado el alma sin hacerle perder el seso. Ama la literatura y vive para ella, pero también ama a las personas y desea compartir con ellas la felicidad que transmite la lectura de un buen libro; por eso recorre los Estados Unidos bajo el sol, la lluvia y la nieve, a bordo de su caravana, con la sola compañía de su yegua y su perro Bock (por Bocaccio), viviendo mil peripecias extraordinarias. Su locura es conseguir que no haya un hogar sin un buen libro, pues los libros, para él, nos hacen verdaderos seres humanos.


Este Quijote improbable, bajito, calvo y aparentemente insignificante encontrará un Sancho aún más improbable: una solterona gruesa, pragmática y nada sentimental. Una mujer que siente que la vida no le tiene reservado nada mejor que hornear hogaza tras hogaza de pan hasta que el librero se cruza en su camino. Y, sorprendentemente, se contagia de su locura. Sancho se vuelve más Quijote que el propio Quijote: Helen se convierte en una mujer diferente, más aventurera, decidida e idealista que el pequeño librero cuando éste le descubre una nueva vida gracias a los libros. En realidad, lo único que sucede es que éstos sacan de ella lo mejor, su verdadero yo. Un buen libro es a la vez una pantalla que nos muestra otros mundos, otras vidas, un espejo que refleja aspectos de nosotros mismos que desconocemos.



Christopher Morley (1890-1957), el autor de La librería ambulante, es uno de esos grandes escritores estadounidenses prácticamente desconocidos en España. Sus novelas y relatos cautivaron por igual a los grandes autores y al público de su tiempo. Hay mucho de él en su personaje de Frank Mifflin: Morley también recorrió los Estados Unidos de punta a punta, también amaba los libros y se esforzaba por llevar a la gente la buena literatura. La librería ambulante fue su primera novela, y en ella encontramos muchos de los temas que desarrollará en su obra posterior: la idea de la literatura como algo universal y necesario, no sólo al alcance de unos elegidos; el elogio de la vida rural y de las gentes sencillas; la defensa de la originalidad y la disconformidad... Si estamos perfectamente satisfechos con nuestras vidas nunca progresaremos, nunca alcanzaremos nuestra plenitud. El progreso llega gracias a la insatisfacción, a la idea de que es posible mejorar. Debemos volcarnos en cada tarea que acometamos, tratar de hacer las cosas cada vez mejor, porque eso es lo que nos hace avanzar, y con nosotros avanzará el mundo. Para Mifflin y la señorita McGill, la mejor de las empresas es la de llevar a todas partes el amor por el libro y por los hombres. Hay una empresa, un trabajo ideal para cada uno de nosotros: el que saque lo mejor de nosotros mismos y nos haga avanzar más.


Morley posee un entusiasmo contagioso y la rara virtud de hacer que el lector sienta que el libro le habla directamente. Al leer La librería ambulante uno experimenta la sensación de que el autor le conoce, sabe cómo es su vida, cuáles son sus secretas aspiraciones y frustraciones; experimenta el absurdo orgullo de que algo ha sido escrito sólo para sus ojos. Es casi como si pudiéramos sentir que acompañamos a Helen y Frank a bordo de su caravana y reflexionamos con ellos sobre lo que los libros significan para nosotros.



Hoy, gracias a la tecnología, muchos afortunados podemos tener nuestras propias librerías ambulantes: plataformas electrónicas que hacen posible que llevemos con nosotros miles de volúmenes en el espacio que ocuparía una revista, que los libros estén en todas partes sin que haya que desplazarlos. Pero no por eso las personas como Mifflin son menos necesarias; al contrario: hace más falta que nunca gente que conozca bien los libros y a las personas, que sepan separar el grano de la paja y dar a cada uno el compañero perfecto, el libro que necesita en cada momento aun cuando no sea consciente de ello. Necesitamos buenos libreros, bibliotecarios, editores y escritores: nuestros Quijotes del libro. 


 

CHRISTOPHER MORLEY: LA LIBRERÍA AMBULANTE. Periférica (Cáceres), 2012, 184 páginas. Traducción de Juan Sebastián Cárdenas.

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