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Luis Hernández Arroyo

Intelectuales de ayer y hoy

Sagazmente, Burke sugiere que si hubiera habido mercados dónde comprar y vender esos dos activos –deuda y tierras–, quizás los grandes acreedores no hubieran tenido la fuerza ni el deseo para provocar una Revolución.

La figura del intelectual antisistema es de largo arraigo. Schumpeter decía que era una natural excrescencia de la sociedad capitalista, la cual, con su creciente productividad y enriquecimiento creaba una nueva clase culta, con un sentimiento de culpabilidad que acababa llevándola a ver el entorno con un agudizado sentido auto-crítico (el masoquismo burgués, que decía un antiguo maestro).

Pero si nos atenemos al Burke de Reflexiones sobre la Revolución en Francia, está claro que los antecedentes de la "clase corrosiva" se remontan, al menos, hasta la Ilustración del XVIII. De paso, es también claro que la ausencia de mercados en Francia creó las condiciones ideales para que los conflictos sociales se enconaran y desembocaran en la violenta revolución. (Ilustración, insistamos una vez más, francesa-continental, pues la anglosajona no tuvo pretensiones de dominio sobre la opinión pública.)

Los comentarios de Burke son de una inusitada actualidad. Describe con detalle cómo los ilustrados enciclopedistas se convirtieron en los portavoces (en exclusiva) de las clases emergentes, poseedoras éstas de la deuda de la arruinada monarquía, endeudada hasta las cejas para mantener su tren de vida y de guerras. La ideología contra la propiedad y la religión difundida por los ilustrados vino como anillo al dedo a esos poseedores de deuda real que tenían "papeles" pero no tierras, y que estaban ávidos de cambiar tan "desagradable" situación. El eslabón más débil era el patrimonio eclesial, codiciado por todos, nobles incluidos. Sagazmente, Burke sugiere que si hubiera habido mercados dónde comprar y vender esos dos activos –deuda y tierras–, quizás los grandes acreedores no hubieran tenido la fuerza ni el deseo para provocar una Revolución. En palabras de Burke:

Debido a los antiguos usos que prevalecían en ese reino [Francia], la circulación general de la propiedad, y, particularmente, la conversión de dinero en tierras y tierras en dinero, siempre había sido un asunto difícil.

Y sobre los Voltaire y cía:

Lo que los hombres de letras perdieron en el favor de la antigua corte [Luis XIV], trataron de recuperarlo formando una suerte de corporación en las Academias y la Enciclopedia [...] perseguían como objetivo la destrucción de la religión cristiana [....] mediante un largo proceso de influencia en la opinión pública [...] estableciendo un dominio sobre aquellos que la dirigen. [...] Estos padres del ateísmo crearon un monopolio literario que oscureció y desacreditó a aquellos que no se unían a su facción. [...] Los escritores, cuando actúan unidos y en una misma dirección, tienen una gran influencia en la conciencia pública. [...] Su alianza con los intereses del capital logró en no poca medida menguar el odio y la envidia con que habían mirado [los pobres] a esa clase de riqueza. [...] Con un mismo objetivo en la cabeza sirvieron de eslabón para unir la riqueza ofensiva con la pobreza levantisca [...] y [dirigir] el furor general contra las propiedades de la iglesia.

Hasta aquí, las palabras de Burke, a las que es difícil negar su refrescante vigencia, con todas las cautelas debidas al pasar de los siglos. En ellas lo que hace es comparar las causas de la estabilidad social de Gran Bretaña, con la ausencia de ellas en Francia. Las principales son, según él: respeto a la tradición –sobre todo religiosa–, respeto a la propiedad, y libertad de mercados donde se compre y venda libremente esa propiedad... ¿Poseemos hoy seguridades sobre estos hechos esenciales, o lo que tenemos es, por el contrario, compulsivos signos de expropiación arbitraria e inquietante, ataques constantes a la religión, a sustituir expeditivamente por una moral ciudadana sin raíces?

Un pequeño detalle diferenciador: compárese la brillantez de aquellos intelectuales de antaño, como Rousseau, Voltaire o Diderot –triste y corrosiva brillantez, si se quiere–, con los que se arrogan ese papel hogaño, entre los que es difícil encontrar a alguien simplemente legible.

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