Menú
Luis Herrero

A Rato muerto, gran lanzada

No creo que una buena gestión pueda ser independiente de una cierta cualidad moral y no creo que ésta no predisponga a hacer las cosas como Dios manda

¿En qué quedamos, a los políticos hay que juzgarlos por la eficacia de su gestión o por su carisma? No es fácil definir en qué consiste el carisma. Decía Max Weber que es una cualidad, inaccesible para las personas del común, que convierte a quienes la poseen en seres excepcionales, ejemplares, merecedores de la admiración y el sometimiento de sus adeptos. Es, por lo tanto, la cualidad por excelencia de un líder, la que desata la admiración de sus seguidores, la que explica el porqué de su magnetismo. A mí siempre me ha perecido un ejercicio estúpido considerar la eficacia y el carisma como compartimentos estancos del hombre público. Creo en la unidad de vida. Me parece improbable que una buena gestión pueda ser independiente de una cierta cualidad moral, y no creo en absoluto que ésta no predisponga a hacer las cosas como Dios manda. Es decir, a ser eficaz. Pero me temo que estoy en minoría. La mayoría de la gente, horrorizada con razón por el recuerdo de tantos liderazgos carismáticos que acabaron deviniendo en caudillajes demagógicos –facistoides algunos y otros descaradamente fascistas–, prefiere juzgar a los políticos por lo que hacen, y no por cómo lo hacen. Gato blanco, gato negro, da igual si caza ratones. Siempre he creído que detrás de esa quiebra entre el qué y el cómo, la eficacia y el carisma, el logro y la ejemplaridad, es donde mejor se incuba el germen de la corrupción. Pero este artículo no va de eso.

Va de lo siguiente: si lo que de verdad importa es lo que se ha hecho, la eficacia de la gestión, el dato puro y duro, ¿a qué viene este terrible auto de fe al que el país entero está sometiendo a Rodrigo Rato? ¿No fue un vigoroso lugarteniente que llevó a cuestas a Aznar, como un San Cristóbal, hasta la orilla del poder? ¿No fue un influyente lord protector bajo cuya túnica florecieron numerosas y exitosas carreras políticas? ¿No fue un admirable vicepresidente económico que obró el milagro de conseguir que España cumpliera los criterios de convergencia, tras el desastre sin paliativos del tardofelipismo, y provocara la admiración de Europa entera por la velocidad de su crecimiento? ¿A qué viene entonces ese espectáculo nauseabundo de ver a los que se beneficiaron de su eficacia taconeando sobre su cadáver? Sus amigos reniegan de su amistad, sus protegidos reniegan de su protección y sus conmilitones reniegan de su militancia. Yo creo, honradamente, que se equivocan. Si para convencer a la sociedad de que no tienen nada que ver con la indignidad de Rato incurren ellos mismos en la indignidad de darle al amigo muerto la gran lanzada, lo que la sociedad acabará entendiendo, antes o después, es que son más de lo mismo. Si para defender la neutralidad de las instituciones tributarias hay que ponerlas al servicio de una operación inquisitorial de acoso y derribo teledirigida desde la sala de máquinas del sorayismo, los electores acabarán entendiendo, antes o después, que el sorayismo sólo es una banda más de la mafia que mangonea la política. El mal no se borra apartándose de él. Se borra ahogándolo en sobreabundancia de bien. Eso es lo que Aznar no entendió jamás. Eso es lo que el PP no ha entendido todavía.

Lo recordó ayer Pedro J. en su venablo ingenuo: "Era 2001 y acababa de estallar el caso Gescartera. La sospecha de favoritismo, el tráfico de influencias, y tal vez de maletines, planeaba por primera vez sobre Rodrigo Rato". Bueno, pues fue más o menos por aquella época cuando Javier de la Rosa me contó –quince años antes que al pequeño Nicolás– que tenía vídeos de Rato llevándose los billetes que él mismo le daba en maletines de plástico. Cometí el error de contárselo para que estuviera sobre aviso. El resultado fue que nuestra relación, ni muy buena ni muy mala, pero fluida, quedó bruscamente interrumpida. Un amigo común me dijo que los faraones no soportan que sus secretos lleguen a oídos de los esclavos y por eso los mandan enterrar vivos en las sentinas de las pirámides cuando ellos fallecen.

Mi enterramiento duró un par de años. El 16 de julio de 2002, martes, en pleno debate del estado de la nación, Rato me llamó por teléfono y me citó en el hotel Villarreal, frente al Congreso de los Diputados. Nos vimos a las seis de la tarde. Guardo las notas de aquella conversación. Me contó que el debate estaba yendo fatal, que Aznar estaba en horas bajas por el conflicto de Perejil y por el zarpazo de la crisis y que le aburría debatir con Zapatero. "Ahora tenemos un Miura suelto en la oposición", me dijo. Justo una semana antes se había producido una amplia remodelación del Gobierno y Aznar le había dado a elegir la cartera que quisiera. "Pensé en pedirle Presidencia –me contó–, pero si voy a un sitio nuevo tengo que echarle veinte horas diarias de trabajo y ahora necesito tiempo".

–¿Tiempo para qué? –le pregunté.
–Buena pregunta. Para hacer lo que tengo que hacer.

–¿En concreto?
–La sucesión. Creo que debo intentarlo y voy a intentarlo. Creo que hay que dársela cocinada y entre tres o cuatro podemos llegar a un pacto. Los que me apoyen tendrán recompensa. Tengo que hablar con Mariano y con Jaime. Pero no quiero puentear a mi amigo.

–¿Se lo has dicho? ¿Le has dicho que quieres ser el sucesor?
–Sí. Y también le he pedido que nos deje cocinarla un poquito, que nos deje darle la solución cocinada como se la dimos a Fraga en Perbes.

–¿Y qué te ha dicho?
–No ha puesto buena cara, pero no me ha dicho que no. Claro, cuando él me la ofreció yo le dije que no. Y una vez que le dices que no a algo que quieres luego no te tienes derecho a quejarte si no te lo dan. Eso es lo que me dice Casimiro García Abadillo y tiene toda la razón.

–¿Y qué piensa Pedro J.? ¿Se lo has dicho a él?
–No. Yo no quiero ser su candidato porque si soy su candidato no llego ni de coña. Además, está enfadado por lo de las plataformas. Cree que es idea mía, cuando la idea es de Aznar. Aznar no se fía de él.

–¿Y qué es lo que crees que yo puedo hacer por ti?
–Me gustaría que nos viéramos con periodicidad. ¿Tú cómo lo ves? ¿Crees que tengo posibilidades?

–Creo que tendrás que luchar contra contra la idea, cada vez más extendida, de que tienes el techo de cristal y guardas varios muertos en el armario.
–Interesante. De eso tenemos que seguir hablando –me contestó antes de despedirse.

Pero lo cierto es que nunca más volvimos a hablar. De eso, ya no. Hasta hoy.

Me reafirmo: no creo que una buena gestión pueda ser independiente de una cierta cualidad moral y no creo en absoluto que ésta no predisponga a hacer las cosas como Dios manda. El dedo divino nos libró de una buena. O tal vez no.

Temas

En España

    0
    comentarios