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Luis Herrero

Ajo y agua

Poco podemos hacer, vino a decir el rey, para salir de esta puñetera situación de incomodidad general. No tenemos otra opción que quedarnos como estamos, nos guste mucho, poco o nada.

Poco podemos hacer, vino a decir el rey, para salir de esta puñetera situación de incomodidad general. No tenemos otra opción que quedarnos como estamos, nos guste mucho, poco o nada.
Felipe VI, durante su discurso en el 40 aniversario de la democracia | EFE.

Un rey, el del 77, combatió la ruptura que demandaba toda la izquierda democrática y buena parte del nacionalismo vasco. Ganó la batalla porque estaba en condiciones de ofrecer una alternativa reformista, de la ley a la ley, que colmaba las aspiraciones de los rupturistas. Ahora, otro rey combate la ruptura que demanda buena parte de la izquierda populista y todo el independentismo catalán. Pero no tiene ninguna posibilidad de satisfacer la demanda de los disconformes porque no hay ninguna alternativa reformista capaz de hacerlo posible.

Los discursos de Juan Carlos I, escritos por él mismo, marcaban el éxodo hacia la tierra prometida de una monarquía constitucional y democrática donde todos pudieran sentirse cómodos. Los discursos de Felipe VI, escritos por el Gobierno, sólo proponen la adhesión obligatoria a un régimen fallido en el que casi todos sus moradores están incómodos. Esa general incomodidad fue patente durante el acto de celebración del 40 cumpleaños de las elecciones constituyentes de 1977 en el Congreso de los Diputados.

Estaba incómodo el rey porque se sabía en pecado después de haber mandado a su padre al cuarto oscuro. Estaba incómodo el presidente del Gobierno porque no sabía qué tenía que decir y de hecho no dijo nada. Estaba incómodo el jefe de la oposición porque ni siquiera sabía dónde tenía que sentarse. Estaba incómodo el decano de los ex presidentes porque fue recibido con una sonora pitada. Estaban incómodos algunos diputados constituyentes porque no sabían si les iban a aplaudir o les iban a detener. Y, en fin, estaban incómodos muchos diputados en curso: algunos se parapetaron tras cartulinas con dibujos de urnas, otros blandieron banderas republicanas y otros exhibieron capullos de claveles rojos como si fueran pasajeros del tiempo venidos del 74 para pedir la caída de la dictadura y la independencia de las colonias.

Como metáfora de la situación, no está nada mal. En el marco constitucional, hoy en día, casi nadie está a gusto. La abrumadora mayoría de los padres de la Patria -213 de 350- exigen cambios en la Carta Magna de diferente cuantía. Una cuarta parte quiere un diseño plurinacional sin efectos jurídicos. Un tercio pretende cambiar el sujeto de la soberanía nacional fraccionándolo entre aldeas para consagrar el derecho a la independencia (una décima parte optaría por ejercerlo) y aproximadamente la mitad, contando a los emboscados en las filas del PSOE, se inclina por un cambio en la forma de Estado que mande a la monarquía al pudridero de El Escorial.

O sea, que no sólo estamos incómodos con el régimen democrático que ahora cumple cuarenta años, sino que tampoco nos ponemos de acuerdo en cómo dejar de estarlo. En estas circunstancias, el discurso de Felipe VI, que a mí no me gustó demasiado, sonó a ajo y agua. Poco podemos hacer, vino a decir el rey, para salir de esta puñetera situación de incomodidad general. No tenemos otra opción que quedarnos como estamos, nos guste mucho, poco o nada. Al negro gubernamental que metió la pluma en el discurso regio se le vio el plumero: el llamamiento al cumplimiento de la ley parecía, más que otra cosa, un modo de dignificar el recurso a la inacción que caracteriza el comportamiento político de Rajoy.

"La mejor protección de la convivencia son las normas que la amparan. El respeto a esas normas, en democracia, no es una amenaza o una advertencia para los ciudadanos, sino una defensa de sus derechos", dijo el rey. Y me gustaría mucho poder decir que tiene razón. Por desgracia, sólo la tiene en el plano del deber ser. ¿Acaso es un mensaje creíble, por ejemplo, para los catalanes que quieren hablar con los poderes públicos en castellano, rotular sus negocios en castellano o escolarizar a sus hijos en castellano? ¿Cuánto tiempo hace que esas leyes que en teoría defienden sus derechos dejaron de aplicarse por desistimiento del mismo Gobierno que le hizo decir al rey que debíamos abrazarnos a ellas?

Ha sido el incumplimiento de la ley, en gran parte, lo que nos ha traído hasta aquí. El independentismo ha ido avanzando posiciones porque las leyes que debían haberles mantenido a raya se convirtieron en papel mojado. Es lógico que quienes se han reído de ellas durante tanto tiempo no terminen de creerse que ahora vayan a obligarles a agachar la cabeza. No mire a los independentistas, majestad, cuando diga que es "dentro de la ley donde cobran vigencia los principios democráticos, donde se deben encauzar los antagonismos y donde se deben resolver las diferencias". Mire primero al Gobierno. Y cuando esté seguro de que el Gobierno actúa en consecuencia, lea el discurso que le mandan desde Moncloa. Tal vez no estemos cómodos, pero al menos estaremos seguros.

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