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Luis Herrero

Del voto al veto

Así vamos desde hace un año de elección en elección: del voto al veto. En la calle se piden acuerdos y en los escaños se ofrecen desacuerdos.

Así vamos desde hace un año de elección en elección: del voto al veto. En la calle se piden acuerdos y en los escaños se ofrecen desacuerdos.

Albert Rivera tenía más razón que un santo cuando dijo el viernes por la tarde, en el segundo acto de la segunda investidura fallida en lo que va de año, que ni Rajoy ni Sánchez, en las actuales circunstancias, son candidatos viables para convertirse en presidentes del Gobierno. No lo son porque, de hecho, no han sido capaces de serlo. A cada uno de los dos, el órgano encargado de otorgar ese título presidencial, la Asamblea de representantes de la soberanía popular, el Congreso de los Diputados, les ha dicho que no reúnen los apoyos suficientes. Hasta aquí, nada de opinión. Me limito a constatar un hecho: ni con mayorías absolutas ni con mayorías simples han superado la prueba. Ni con los resultados del 20-D con los del 26-J. Y eso que ambos lo han intentado en las mismas circunstancias: con los diputados propios que a cada uno les concedieron las urnas más el apoyo explícito de los de Ciudadanos y Coalición Canaria.

Sánchez necesitaba la abstención de Podemos o del PP y no la obtuvo, y Rajoy necesitaba la abstención del PSOE o de Podemos y tampoco la obtuvo. La derecha, desde su trinchera, le sigue gritando a la izquierda que no pasará y la izquierda, desde la suya, hace con la derecha exactamente lo mismo. Si esa no es la foto de un país guerracivilista que no ha superado la marca de Caín, que venga Dios y lo vea.

La primera conclusión deprimente de este bochornoso espectáculo que ya dura más de ocho meses es precisamente esa: que para la clase política de 2016, la Transición sólo fue un modo de conseguir que continuara la guerra sin la molesta incomodidad de tener que disparar escopetas. No se trataba, al parecer, de enterrar el odio para que no tuviéramos que empuñar las armas, sino de enterrar las armas para que pudiéramos seguir empuñando el odio.

En vista de esta tristísima evidencia, el mensaje que los políticos parecen estar enviando a la sociedad española es el siguiente: "dado que somos enemigos irreconciliables y pensamos seguir siéndolo hasta que nos ajusten las cuentas en el valle de Josafat, hagan ustedes el favor, queridos votantes, de declarar en las urnas vencedores y vencidos para que el vencedor pueda vapulear al vencido y España conserve así su idiosincrasia multisecular de cainismo irredento".

De momento, los ciudadanos no están por la labor y siguen empeñados en obligar a los políticos a que, una vez enterradas las armas, aprendan también a enterrar el odio y se entiendan entre sí. "Mézclense, júntense, pacten, sáquennos de una puñetera vez de este infierno maniqueo de buenos y malos, rojos y azules, zurdos y diestros, y reduzcan la polarización social al pugilato deportivo entre merengones y culés", parece ser el mensaje que por dos veces consecutivas han lanzado los electores. "Váyanse ustedes hacer puñetas", parece ser la respuesta que, por dos veces consecutivas, han dado los elegidos.

Y así vamos desde hace un año de elección en elección: del voto al veto. En la calle se piden acuerdos y en los escaños se ofrecen desacuerdos. La segunda conclusión deprimente de este bochornoso espectáculo que ya dura casi ocho meses es precisamente esa: que el duelo ya no es sólo entre PP y PSOE, sino entre electores y elegidos. A Sánchez y a Rajoy el veredicto de las urnas se la sopla. Al parecer, no son ellos los que tienen que acomodarse al deseo de los ciudadanos, sino los ciudadanos los que se tienen que acomodar al suyo. Hasta que el escrutinio electoral no arroje el único mandato que están dispuestos a obedecer, el de todo para uno y nada para el otro, no habrá desbloqueo.

Ahí están, para demostrarlo, los gregarios, borreguiles y vergonzosos ejercicios de adhesión inquebrantable que las élites de ambos partidos han protagonizado en las últimas horas. El comité ejecutivo de los populares ha vuelto a encaramar al escudo de su liderazgo a Mariano Rajoy, como hacían los galos de Astérix con Abraracurcix, y además ha repartido pócimas mágicas entre los cancerberos de Génova para que soporten sin desfallecer el desencanto de sus votantes.

Y en Ferraz, lo mismo: Sánchez ha insinuado una solución de cambio que casi nadie entiende -y algunos de los que la entienden, denuestan- pero nadie se atreve a decirle que se baje ya de la moto por temor a que en las agrupaciones del partido les corran a gorrazos por rendirse ante la derechona. El resultado es que el zombi más longevo de la política española aún sigue dando guerra porque al colegio de barones del PSOE le falta coraje para dirimir la controversia entre militantes y votantes de acuerdo al criterio democrático de la mayoría.

Lo peor que puede pasar, así las cosas, es que los ciudadanos se harten de darse cabezazos contra la pared, cedan a la tozudez de los candidatos y les den lo que ellos piden: fuerza suficiente para machacar al adversario. Si eso sucediera la situación se desbloquearía, desde luego, pero el precio que pagaríamos sería el de volver al rancio paisaje del bipartidismo de acero que nos ha traído hasta aquí. Sería un doloroso regreso al pasado.

¿Hay alguna solución? Yo propongo una: resistir. Los más pueden a los menos. Si no lo entienden a la segunda, que sea a la tercera. Pero eso sí: que la tercera no sea el día de Navidad.

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