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Luis Herrero

Elogio de la simpatía, el bálsamo de Fierabrás

A Rajoy le está pasando lo mismo que a sus antecesores. Poco a poco va creciendo el número de personas que no le pueden ni ver.

A Rajoy le está pasando lo mismo que a sus antecesores. Poco a poco va creciendo el número de personas que no le pueden ni ver.

Si uno de estos días de invierno sales a la calle y ves a un tipo ceñudo rascándose la cabeza, puedes dar por seguro que se trata de un votante indeciso, un politólogo que viene de hacerle una autopsia a una encuesta o un asesor del PP tratando de entender lo que le está pasando a su partido. Los susurros de las sirenas siguen silbando en los oídos de Rajoy para que mantenga centrada su apuesta en el discurso de la mejoría económica con la promesa de que los votos madurarán a tiempo y caerán como fruta madura en ese cesto de luz al final del túnel. Y Rajoy, que considera cenizo a todo el que le pinta un futuro pesimista o le dice cosas que no quiere oír, hace con los susurros de las sirenas lo contrario que Ulises ante el sabio consejo de Circe: limpiar sus oídos de cera y desligarse de cualquier atadura que le impida dejarse seducir por su promesa de éxito. Esa fue su actitud en la pequeña odisea del debate de la semana pasada. El resultado no pudo ser más descorazonador: dos de cada tres españoles, le dijo el CIS, creen que habló "poco" o "nada" de los temas que realmente preocupan en la calle y que transmitió "poca" o "ninguna" confianza en el futuro económico del país. Del lance no pudo salir peor parado. Perdió el duelo con Sánchez, su intervención fue la que menos gustó de todas y, lo que aún es peor, sacó a pasear el Bronco Billy que lleva dentro. A él no será fácil que lo veamos con las piernas encima de la mesa a la vera de Bush, pero sí mandando callar al líder de la oposición mientras le conmina a que no vuelva por el parlamento, como si fuera el shérif de una ciudad sin ley limpiando el saloon de cuatreros mal encarados. Son dos estilos distintos de jugar al mismo juego de odioso señor de la vía pública.

¿Que por qué está el PP en caída libre? No se lo preguntéis a los forenses de las encuestas, preguntádselo más bien al chambelán de la Moncloa y le escucharéis decir, si no hay moros en la costa, que Rajoy ya ha alcanzado a Aznar en modales de antipatía, que es la que criptonita del político conservador de hoy en día. Una vez trataron de convencer a Franco de que había un chico muy joven, un tal Adolfo Suárez, que estaba muy bien preparado y era muy capaz. Franco detuvo en seco a su interlocutor y le dijo a modo de conclusión: "Sí, pero sobre todo es muy simpático". A la derecha, creo, le iría mucho mejor si tomara buena nota de que su principal problema es que tiende a caer como una patada en el estómago. Fraga tenía el estado en la cabeza pero engullía como Saturno, hablaba con gramática de kalashnicov y arrojaba a la gente de su despacho con destemplanza flamígera. Aznar era sensato y concienzudo pero hablaba siempre para adentro, miraba con gesto cejijunto y le levitaba al mirarse al espejo. Un día descubrí que una manera infalible de sacarle de sus casillas era mentarle a Kennedy y su Nueva Frontera. "Paparruchas", decía el hombre muy enfadado, sin la ternura de Ebenezer Scrooge, antes de hacer con la corte kenediana de Camelot lo mismo que están haciendo los yihadistas del Estado islámico con el museo de la civilización de Mosul.

Sostengo que el PP no habría perdido las elecciones de 2004, aún con el 11-M a cuestas, si Aznar hubiera sabido darle al valor de la simpatía la importancia que tiene. Cinco años antes, cuando ABC estaba triturando a Pilar del Castillo durante su etapa al frente del CIS, fui a verla para brindarle mi apoyo y en señal de agradecimiento me abrió el cofre del gran secreto. "Si Aznar quiere ganar en las elecciones de 2000 -me dijo- tiene que grabarse a fuego que todo pasa por esta prioridad: talante, talante y talante". Cuando Zapatero tomó esa palabra como lema electoral propio cinco años más tarde me di cuenta de que había detectado el punto débil de su adversario y que lo estaba explotando para dejar que se cociera lentamente en su propia antipatía. A Rajoy, en esta España crepuscular de vino rancio y odres mugrientas, le está pasando lo mismo que a sus antecesores. Poco a poco va creciendo el número de personas que no le pueden ni ver.

La solución no es la economía. Se equivocan de bálsamo de Fierabrás. Ya pueden los druidas de la Moncloa echarle al puchero de las recetas electorales una ramita verde de crecimiento del PIB, una medida y media de condescendencia fiscal o un aderezo de nuevos puestos de trabajo, que el elixir no surtirá efecto mientras el hombre encargado de distribuirlo entre la tribu sea el antihéroe que después de haber renunciado a sus principios y de no haberle pegado un palo al agua en cuatro años aún aspira a ser visto como el único defensor posible de los valores que su inacción ha puesto en riesgo y un estajanovista incansable de la acción de gobierno. Lucía Méndez transcribía ayer en las páginas de El Mundo el lúcido testimonio de un dirigente anónimo del partido gobernante: "nos llamamos Partido Popular, pero ahora desgraciadamente somos muy poco populares. Llevamos encima el estereotipo de políticos antipáticos, distantes y lejanos. Todo el día riñendo a la gente. Es como si hubiéramos espantado al ciudadano medio". El diagnóstico está bien pero es incompleto. Su impopularidad no deriva sólo de la propensión de los dirigentes del PP a la riña permanente. Rajoy se ha forjado un perfil que añade mucha leña a esa hoguera. Es un tipo virtual, incapaz de relacionarse con la gente si no es a través de un plasma. Se ha rodeado de lo que Pedro J. Ramírez llama los Hernández y Floriández, exponentes señeros de la corte más cutre que haya tenido jamás el Faraón de Génova. Le dan alergia las decisiones -valerosas o no- por miedo a cambiar el destino natural de los acontecimientos, que juzga favorable a sus intereses por capricho divino. Y para colmo sigue aspirando a dejarle el partido a quien corresponda, llegado el momento, tal como lo recibió, de acuerdo al mal ejemplo del administrador evangélico que enterró el talento bajo la tierra por miedo a extraviarlo. Ese propósito sí que está a su alcance. Devolverá el partido de mando único, escotillas cerradas, autismo comunicativo y esclerosis múltiple que heredó de su sumo hacedor. Pero con una diferencia de envergadura: Aznar se lo legó como presidente del Gobierno y él lo trasmitirá como víctima de la oposición.

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