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Luis Herrero

En la jungla del miedo

PP versus Podemos: esa es la pinza que le garantiza a Rajoy la inmortalidad. A los socialistas les pillarían en el astillero, sin buque, sin capitán y sin esperanza de mantenerse a flote.

PP versus Podemos: esa es la pinza que le garantiza a Rajoy la inmortalidad. A los socialistas les pillarían en el astillero, sin buque, sin capitán y sin esperanza de mantenerse a flote.
Mariano Rajoy | EFE

Un amigo mío que le conoce muy bien, y que llegó a mandar mucho en el PP, sostiene la teoría de que Rajoy gestiona el Gobierno como si fuera la diputación provincial de Pontevedra. Sólo hay dos puestos que le interesan: el de interventor, para que le lleve las cuentas, y el de secretario, para que ordene el día a día. Todo lo demás se la trae el fresco. Así ha sucedido, desde luego, en la pasada legislatura. El interventor, es decir, Cristóbal Montoro, le ha habilitado el dinero suficiente para hacer la política que a él le gusta -austericida para la oposición y excesivamente gastosa para los señores de negro que nos observan desde Bruselas- y la secretaria, es decir, Soraya Sáenz de Santamaría, le ha resuelto los problemas cotidianos de la gestión del Gobierno. El reto de los ministros no han sido mucho más que distinguidos figurantes elegidos para dar ambiente en los salones del poder.

Los amigos personales de Rajoy -esos que luego se hicieron llamar pomposamente el G-5 para montar la ficción de que mandaban mucho- no llegaron al Consejo de Ministros por ser los mejores, sino por pertenecer a la pandilla del jefe. En parte para que se supiera que Rajoy no jugaba a ser Enrique V, traidor a los Falstaff que le habían hecho más jocunda su peregrinación a La Moncloa, en parte para dejar claro que lo de menos era la idoneidad política de los nombramientos y en parte para rodearse de una guardia de leales escuderos que fuera capaz, llegado el caso, de proteger su liderazgo de cualquier intriga magnicida.

Dadas las circunstancias, todo parecía indicar que ese esquema vegetativo de Gobierno a la pontevedresa (interventor, secretario, amigotes y figurantes distinguidos) no podría mantenerse por más tiempo y que, a partir de ahora, Rajoy tendría que cambiar de organigrama. Primero, porque el raquitismo de su minoría parlamentaria le obligaría a reclutar ministros capaces de entenderse con la oposición. Segundo, porque ya no le quedaban amigotes de los que rodearse (uno a uno, todos habían ido corriendo la misma suerte que los diez negritos de Agatha Christie: Ana Pastor está en el Congreso; Arias Cañete, en Bruselas; José Manuel Soria, en Panamá; Jorge Fernández, en la reprobación y García Margallo, en la Caína, que es como Dante llamaba al infierno donde van a parar los traidores a la familia). Y tercero, porque las dificultades objetivas de la situación del país aconsejaba prescindir de los ministros de relleno, en beneficio de la reactivación de la actividad política.

Su discurso de investidura del miércoles pasado parecía ir en esa dirección. Con el traje de tela de saco sobre los hombros y la marca de ceniza en la cabeza, reconoció humildemente las fechorías de su partido y se comprometió a gobernar con la mano tendida. Habló de negociar, de acordar, de pactar, de dialogar y de entenderse. Fue, en ese punto, cansino hasta la extenuación. En mi ingenuidad, que es una patología en vías de agravamiento, pensé que el Rajoy entontecido por el poder absoluto volvía a ser, gracias al cachete de las urnas, aquel componedor de rostro amable que yo recordaba. El que retrata Aznar en el prólogo de su primer tomo de memorias a la hora de explicar por qué le eligió como sucesor. El que Rodríguez Zapatero quería en la cabecera del banco azul, cuando él era jefe de la oposición, para recuperar los consensos que la mayoría absoluta del 2000 había mandado al camposanto.

Al día siguiente, su comportamiento durante las réplicas a los discursos de los portavoces parlamentarios me puso la mosca detrás de la oreja: desprecio al PSOE, a quien se afanó por incluir entre sus afines justo cuando hacer algo así más daño le hacía a Javier Fernández, y tonteo de enamorados con Podemos, a quien está claro que quiere consolidar como antagonista principal en la bancada de la oposición. Las tesis de Arriola han triunfado, después de todo. La irrupción de Iglesias ha mandado a los socialistas a la UVI y han atornillado a Rajoy en el Gobierno. Mientras el populismo podemita sea la única alternativa de Gobierno, el miedo de la gente le mantendrá en el poder como un tributo obligatorio al mal menor. Que sea para siempre o no sólo depende de su partido.

El sábado, finalmente, se quitó el disfraz. Bajo el traje de tela de saco llevaba el armiño, y bajo la ceniza de la cabeza, la corona. La mano tendida se convirtió en alambre de espino y la oferta de diálogo en un mapa de líneas rojas. Ya no se trata de cambiar su política, sino de defenderla. El verbo ya no es implementar, sino preservar. El barman de la Moncloa ya no ofrece combinados, sino trágalas. O le dejan hacer lo que a él le parezca razonable, lo sea o no, o se verá obligado a convocar en mayo unas elecciones que, como todo el mundo sabe, sólo beneficiarían al PP y en todo caso a Podemos, lo que en el fondo viene a ser lo mismo. PP versus Podemos: esa es la pinza que le garantiza a Rajoy la inmortalidad. A los socialistas les pillarían en el astillero, sin buque, sin capitán y sin esperanza de mantenerse a flote. Y a Ciudadanos, saliendo del cascarón, sin la madurez necesaria para sobrevivir en esa jungla del miedo en que Rajoy ha convertido la política española.

Si el Rajoy que prevalece es el del sábado y no el del miércoles, su futuro Gobierno está más claro que el agua: un interventor (o sea, Montoro, ¿para qué cambiar si ya se conoce los números y lo de menos es que caiga simpático a los esclavos que soportan el Gobierno?), una secretaria (es decir, Soraya, por las mismas razones), un nuevo G-5 que sustituya al anterior (es decir, Catalá y García Tejerina con los refuerzos de Moragas, Nadal, Rafael Hernando y quién sabe si Martínez Castro en el caso de que quiera recuperar la figura del ministro portavoz) y un cupo que le permita agradecer algunos servicios prestados (Cospedal, casi seguro, y Alfonso Alonso). ¿Ah, que ese no es el "Gobierno basado en el acuerdo" que prometió el miércoles? ¿Y desde cuándo hay que tomarse en serio una promesa de Rajoy?

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