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Luis Herrero

Lo de ayer en Cataluña, señor Rajoy, sí tiene consecuencias

Mas y los suyos saben lo que quieren. Rajoy y los nuestros, no. De Rajoy lo único que se sabe es lo que no quiere.

La última gansada dialéctica de Rajoy sobre el 9-N fue decir la víspera en Cáceres, mientras abrazaba al Monago de las escapadas románticas pagadas con dinero público y a la vez blandía la bandera contra la corrupción, que la votación catalana no iba a tener consecuencias. ¿Ah, no? Pues, después de haber visto el espectáculo de este domingo –largas colas, urnas, barretinas, sardanas, abrazos y brindis con Freixenet–, a mí se me ocurren, a bote pronto, por lo menos tres.

La primera, el subidón de autoestima de los independentistas por haber llegado a protagonizar algo que se parece bastante, rigores jurídicos aparte, a lo que Mas prometió a los catalanes. Y lo han conseguido, además, sin que las advertencias europeas, la apertura de los armarios donde Pujol guardaba los cadáveres, las amenazas de restricciones crediticias, las resoluciones del Tribunal Constitucional o las invocaciones al horizonte penal de los inductores hayan logrado detenerles. Venderán lo de ayer, y si no al tiempo, como una proeza épica donde la ilusión de unos pocos ha doblado la terquedad de muchos.

La segunda consecuencia debería ser, en buena lógica, la querella criminal que la Fiscalía General del Estado tiene que presentar más pronto que tarde contra el presidente de la Generalidad por un delito de sedición. Torres-Dulce, tras las actuaciones que ordenó poner en marcha el sábado por la tarde y la respuesta que obtuvo de Mas –"El único responsable soy yo"–, no tiene más opción que hacer el ridículo o actuar en consecuencia. Es más probable que haga lo segundo. Y, en tal caso, Mas será aupado a la peana del martirio para mayor gloria de su partido y desdoro de su futuro político personal: con la espada de Damocles de la inhabilitación sobre su cabeza, lo que quede de legislatura catalana, sea mucho o poco, aún quedará más dañada de lo que está, si es que tal cosa es posible. Y al final de todo el gran beneficiado será Junqueras. No sólo porque se hará con las riendas del calendario electoral, sino porque, al apartar al molt honorable de la carrera hacia el liderazgo del bloque independentista, el líder de ERC tendrá más fácil la confección de una lista única para desembarcar en la independencia mediante la celebración de unas elecciones plebiscitarias.

La tercera consecuencia de lo que hemos visto este domingo en Cataluña es que, ante la opinión pública, el duelo que han mantenido las instituciones catalanas contra las instituciones del Estado se ha saldado con la victoria de unos y la derrota de otros. Es verdad que ambas partes reclamen el laurel del triunfo –unos por haber puesto las urnas y los otros por haber defendido el principio de legalidad–, pero mucho me temo que el veredicto popular se inclina más por alzar el brazo de los que han competido con el pabellón de la estelada que por los abanderados de la bicolor. Basta con responder a estas dos preguntas para despejar dudas: ¿quienes comparten el sueño de la independencia ven ahora el cumplimiento de ese sueño más cerca o más lejos que hace dos años? Y además, ¿el Gobierno está más fuerte o más débil que entonces? Lo que hemos visto es a dos millones de personas clamando en la calle por mandar la unidad de España a freír butifarras. Nunca antes había pasado nada igual.

Rajoy ha contemplado el espectáculo refugiado tras los sacos terreros de una Constitución que tiene ya las costuras descosidas, permitiendo que la ofensiva de los secesionistas lleguen hasta las mismas almenas de la fortaleza del Estado. La última demostración de esa estrategia de lucha cuerpo a cuerpo ha sido la tardía reacción del fiscal. ¿Por qué diablos anunció que estaba investigando si era delito el uso de colegios públicos en la votación cuando sólo faltaban 12 horas para que se abrieran las urnas, sabiendo que ningún juez se atrevería a retirarlas en el último minuto con la excusa de que se trataba de una medida desproporcionada? ¿No podía haberlo investigado hace una semana, o dos, o tres, o hace mes y medio? ¿No se sabía desde hace un porrón de días que se estaban usando datos protegidos por la ley para hacer el mailing de la consulta, o que se habían cursado órdenes a los directores de las escuelas para que cedieran las llaves de los centros a los voluntarios de Carmen Forcadell? La única explicación que se me ocurre es que el Gobierno tuviera la intención, desde el principio, de permitir que la segunda versión del 9-N saliera adelante para evitar -pura doctrina Rajoy- líos mucho peores. Bueno, pues ya está. Ya ha sucedido. Ahora habrá que defender la posición nacional, si se entiende la metáfora bélica como pura licencia literaria, a punta de bayoneta. Pero, además, con un agravante añadido: Mas y los suyos saben lo que quieren. Rajoy y los nuestros, no. De Rajoy lo único que se sabe es lo que no quiere. No quiere pasar a la historia como el pringado al que se le cayó la España que heredó de sus antecesores. Ni dará la orden de derribo ni firmará un solo documento que le vincule a su demolición. Defenderá la observancia de la ley con la misma obstinación con que María Goretti defendió su virtud, aunque lo hará, me temo, con fines menos elevados. En su caso lo único que parece preocuparle es que el marrón de la independencia se lo coma su sustituto. Hasta entonces, ni una mala acción para debilitar al Estado, pero tampoco una buena para fortalecerlo. Su obsesión es que España aguante en pie el poco tiempo que a él le queda de mandato y luego quien venga detrás, que arree. Sólo así se explica su obstinación por el corto plazo y la falta de audacia de su política territorial.

Durante todo este proceso, la única idea arriesgada que ha salido del Palacio de La Moncloa fue la que llevó a la Plaza de Sant Jaume un emisario presidencial. No sé si fue el Señor de las Probetas, el Arriola que trata de sintetizar en el laboratorio del PP el elixir de la eterna permanencia en el poder, u otro de cuya discreta actividad no hemos tenido aún ninguna noticia periodística. La idea consistía en organizar con todas las bendiciones constitucionales la votación querida por Mas pero sometida a tres condiciones innegociables: antes que en Cataluña, la votación se haría en el resto del Estado español, la pregunta saldría del Consejo de Ministros y el a la independencia, en caso de imponerse, necesitaría sobrepasar el guarismo de una mayoría reforzada. En tal caso se pondría en marcha la reforma de la Constitución por los procedimientos que la propia Constitución establece. Se trataba, más o menos, de hacer algo parecido a lo que hizo Cameron con Escocia, con la esperanza de que también aquí se impusiera el no y la cuestión catalana dejara de dar la lata durante veinte o treinta años. Pero la oferta fue rechazada por sus destinatarios con cajas destempladas y el Gobierno la retiró de la mesa sin que se sepa por qué. Después de todo, para sacar adelante el plan no hacía falta la anuencia de las fuerzas amotinadas en el Parlament. Habrá quien piense que se trataba de una idea descabellada, pero si a partir de ahora la única alternativa es más de lo mismo, es decir, perder tiempo a toda costa como si estuviéramos en los minutos basura de un partido que se pierde por la mínima, a la espera de jugar la vuelta con otro árbitro y otra alineación que aún pinta peor que esta, yo discrepo. Porque, puestos a palmar, prefiero el descabello a quedarme amorcillado.

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