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Luis Herrero

Sí que pueden (aunque no deberían)

Pueden ganar. Por culpa de lo que hay, sí que pueden. Pero si aún tuviéramos algún aprecio por la razón, no deberían.

Leyendo los periódicos del fin de semana no queda claro si la marcha sobre Madrid organizada por Podemos el sábado pasado fue un éxito o un fracaso. Tengo la sensación de que la prensa le ha puesto cierta sordina a la valoración del evento, no sé muy bien si por miedo a jalearlo, por el firme propósito de restarle visibilidad o porque de verdad esperaban mucho más de la capacidad de convocatoria de Pablo Iglesias. La policía madrileña había calculado, los días previos, que a la cita acudirían cincuenta mil personas pero a toro pasado calculó que los asistentes habían sido cien mil. Es decir, exactamente el doble. ¿Mucha o poca gente para un mitin de apertura de macro campaña electoral? Digámoslo como es: mucha, no; muchísima. Hasta ahora, el mitin más multitudinario de la historia electoral española había sido el que protagonizó José María Aznar en Mestalla, en mayo de 1995, ante 60.000 entusiastas del PP. Podemos, nos guste o no, ha pulverizado el récord.

Cuentan las crónicas que entre la multitud había gente de todas las edades, de 2 años a 80, de todas las procedencias, urbanitas y campesinos, y de todos los grupos sociales, desde Carmen Lomana hasta desahuciados sin techo. No es extraño porque ese fenómeno de transversalidad sociológica aparece reflejado, tal cual, en todos los estudios demoscópicos que han tratado de escudriñar hasta ahora las tripas del nuevo partido político. Dicen los expertos que en medio de tanta diversidad sólo hay dos denominadores comunes que homogeneizan el perfil de su militancia: la dificultad para llegar a fin de mes y la decepción por el comportamiento de los partidos convencionales. Es decir, que a Pablo Iglesias le siguen, sobre todo, los paganos de la crisis y los indignados con la clase política. De ahí que los gritos que más se repitieran el sábado fueran: "Abajo el austericidio", "los de la casta nos deben mucha pasta", "los de la Transición, todos a prisión" y "fuera el PP de nuestras vidas". Iñigo Errejón dijo: "Vamos a echar a los golfos, vamos a acabar con el austericidio, vamos a acabar con la vieja política y vamos a crear una política participativa. Con su sola presencia, Podemos ha demostrado el deseo de la gente de regeneración política, la necesidad de que los gobernantes rindan cuentas". Y luego: "Nosotros representamos la ilusión. No somos ni de derechas ni de izquierdas. Izquierda y derecha sólo son metáforas. Nosotros representamos el sentido común en una identidad transversal y popular frente a la oligarquía". Ya se ve que nada une más que un enemigo común. Y eso es, después de todo, tal vez lo más llamativo del fenómeno: que el entusiasmo de los costaleros de Podemos sólo se fundamenta en la protesta por lo que hay y no en un proyecto ideológico capaz de sustituirlo. Detrás de las nuevas siglas no se conoce una sola propuesta constructiva. “No he venido a prometer nada –suele decir Pablo Iglesias en las entrevistas que graciosamente concede a quien le da la gana– porque no me fío de los políticos que hacen promesas”. El argumento, desde luego, no está mal como burladero para justificar la vaciedad de un mensaje que sólo vende ilusión –el humo de la política– a falta de un programa conocido. Donde no hay ideas siempre sobreabundan las emociones.

Pero si lo que vende Podemos sólo es humo emocional, ¿por qué hay tanta gente dispuesta a otorgarle su confianza? La respuesta que a mí me sale es que la confianza es algo inevitable. Es obligatorio confiar en alguien. Una vez leí en una conferencia que dictó en Madrid un catedrático de Filosofía de la Universidad de Munich, Robert Spaeman, un tipo con la cabeza bien puesta, que a quien rehuye por principio confiar en los demás no le queda más remedio que suicidarse. La confianza no se aprende –venimos con ella de fábrica–, lo que se aprende, sostiene Spaeman, es la desconfianza. En la conferencia lo ejemplifica con esta anécdota: "Hace poco observé a la dueña de un pequeño teatro de Stuttgart mientras vendía entradas. Un joven pidió una rebaja de estudiante, pero no llevaba su correspondiente carnet. La vendedora, que a su vez era la dueña del pequeño teatro, le concedió la rebaja con esta observación: no le conozco, por tanto no tengo motivo para no fiarme de usted". Mutatis mutandis, en la situación que nos ocupa la dueña del teatro son los electores dispuestos a votar a Podemos y el estudiante sin carnet es Pablo Iglesias. Como hemos aprendido a desconfiar de los políticos que nos han defraudado, alguien tiene que llenar ese vacío.

La cuestión, entonces, es si Pablo Iglesias y los suyos son dignos de confianza. ¿Lo son? ¿Se puede confiar en alguien que no quiere concretar sus propuestas y que anuncia que cada vez que haya que tomar una decisión compleja y difícil propondrá que vote la gente? A mi juicio, o bien las convicciones éticas de quien reclama mi confianza son de tal índole que puedo fiarme de él, o no lo son. En cuestiones de moral no existe representación posible. Una de las razones que explican el descrédito de los políticos actuales, creo yo, es que siempre subordinan sus decisiones a lo que dictaminan los arriolas de turno. No es tan importante la convicción –si es que se tiene– como su conveniencia electoral. Iglesias es de esta escuela y no se esfuerza demasiado por disimularlo. "La obligación de un revolucionario –le leí en una entrevista– siempre, siempre, es ganar". El precio, por lo que se ve, le importa menos.

Hay, por añadidura, tres cosas en Podemos que no son verdad. Primera: afirman que no son ni de derechas ni de izquierdas pero muchos de ellos fueron militantes de las juventudes comunistas, participaron en la fundación de Izquierda Unida, simpatizaron con la revolución zapatista del subcomandante Marcos y acabaron uniéndose a la cruzada bolivariana contra la política imperialista y conservadora del vigía de occidente. Segunda: dicen que defienden la democracia pero, para Pablo Iglesias, la que llevó Hugo Chávez a Venezuela "es una de las más saludables del mundo". Muchos de sus mítines aún acaban con un brindis por la revolución cubana. Y tercera: pregonan la regeneración pero actúan con tal ansia de poder que la discrepancia merece la fosfatina.

Pueden ganar. Por culpa de lo que hay, sí que pueden. Pero si aún tuviéramos algún aprecio por la razón, no deberían.

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