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Luis Herrero

Torres-Dulce: el papelón de un hombre bueno

Cuando sepamos en qué ha concluido el debate de los fiscales catalanes, Torres-Dulce tendrá que retratarse. Ojalá pose del lado bueno.

Dejemos una cosa clara antes de que me meta en el jardín en el que mucho me temo que voy a acabar metido en algún momento de este artículo: el Gobierno detesta al fiscal general del Estado. Me consta. Y eso es bueno porque los gobiernos, cualquiera que sea su pelaje ideológico, sólo detestan a quienes no se dejan manejar a su antojo. Bien por el fiscal. Cuando le estaban buscando sustituto al dimisionario presidente de Televisión Española, el ministro del Interior comentó en voz alta: "Por favor, busquemos a un amigo. No cometamos el error que hemos cometido con Torres-Dulce". El desahogo público del personaje es repugnante en sí mismo –¿qué regeneración cabe esperar de un Gobierno que cobija esos pensamientos?–, pero aún lo es más en este caso si se tiene en cuenta, palabrita del Niño Jesús, que Jorge Fernández le ofreció a Torres Dulce ser el número dos de su ministerio a las pocas horas de jurar el cargo. ¡Menudo tío el ministro! A Rafael Catalá también se le eriza el vello cuando le nombran al fiscal. Le dieron la cartera de Justicia con el encargo de someter esa jurisdicción ministerial, que Gallardón había pastoreado por libre, al ámbito de influencia de Soraya Sáenz de Santamaría y enseguida constató que la Fiscalía es el único poblado de la Galia que se resiste a hincar la rodilla ante el Imperio. El centurión Catalá está del Asterix togado hasta el birrete. Esa mala relación, que tengo contrastada por más fuentes de las que Ben Bradlee exigía a sus reporteros en plena pelea del Watergate, ha empeorado notablemente desde que entró en escena el 9-N. Ahora, la tensión entre el ministerio y la fiscalía es tan clamorosa como lo fue el silencio del Niágara cuando se helaron las cataratas. Y el problema, sinceramente, es que no entiendo por qué.

Estoy seguro –he escrito "seguro", sin adversativo alguno que le reste valor al término– de que Torres Dulce estaba en la idea, si Mas consumaba el acto de desobediencia al TC, de presentar contra él una querella por sedición. Y estoy casi seguro –he escrito casi seguro– de que el Gobierno no quería que lo hiciera. Rajoy no tenía ninguna intención de molestar a Mas. De ahí que, cuarenta y ocho horas antes del día de autos, Catalá dijera urbi et orbi que no habría consecuencias penales si la Generalitat no promovía actuaciones en el tramo final de la consulta no autorizada. Pero, luego, a la vista del espectáculo catalán, el criterio del Gobierno cambió súbitamente. Mas, que había promovido todas las acciones previas al 9-N, promovió también las de ese mismo día con jactancia prosopopéyica –"el único responsable de todo esto soy yo y mi gobierno"–, dejando en evidencia la estúpida mediación de Arriola y la ingenuidad no menos estúpida de Rajoy. Cabreado como una mona, el presidente de España se vio en la necesidad de dar una respuesta política inmediata y contundente a la presuntuosa provocación del presidente catalán y trató de instrumentalizar a la fiscalía para que, como anunció Alicia Sánchez Camacho el martes 11, la querella por prevaricación, desobediencia y usurpación de funciones se presentara aquella misma mañana. Pero Torres-Dulce, que hasta ese momento había hecho posible el deseo inicial del Gobierno de no molestar al president (de ahí que no entienda el cabreo de fondo de La Moncloa), mandó a Rajoy a hacer puñetas, que es lo propio de un fiscal como Dios manda. Dijo en voz alta, y además delante la prensa para que quedara constancia, que los tiempos jurídicos y los tipos penales los marcaba él y no el poder político. No puedo estar más de acuerdo con esa consideración. Sin embargo, no creo que Torres-Dulce –y ya me estoy empezando a meter en el jardín anunciado al principio del artículo– esté legitimado para utilizarlo sólo cuando se le inflan las narices. O lo utiliza siempre o no debería utilizarlo jamás. Y a mí, claro, lo que me gustaría es que lo utilizara siempre. Es decir, lo que a mí me gustaría es que se le inflaran las narices cada vez que alguien pretendiera colocar la política por encima de la justicia. En esa actitud, por cierto, no sólo está el PP. También está el PSOE. Pedro Sánchez lo dijo con todas las letras el martes pasado: "Basta ya de querellas. Es la hora de hacer política".

Entonces, veamos: ¿no hay que cumplir la ley para no molestar a Artur Mas, señor Rajoy? ¿No hay que cumplir la ley para no estropearle los planes al PSC, señor Sánchez? O lo que es peor: ¿no hay que cumplir la ley para no desairar al Gobierno, señor Torres-Dulce? ¿O acaso no hay que cumplirla para que nadie piense que se actúa a su dictado? Al no haber tomado a su debido tiempo la decisión correcta –la de tratar de impedir la desobediencia al TC sin que importaran un rábano ni la opinión del Gobierno, ni la de algunos fiscales catalanes ni la del universo mundo– todo lo que pase a partir de ahora ya tendrá el tizne del pecado original. En las cosas que tienen que ver con la independencia judicial y su apariencia pasa lo mismo que con la reputación de las damas: si alguna se deja meter mano durante un ratito ya no puede fingir honestidad en el umbral de la cama. No se puede ser un poco puta. O se es, o no se es. Las medias tintas no caben.

Tal vez por esa razón decidió el Fiscal General del Estado, cuando el lío ya era gigantesco, que fuera el órgano competente quien tomara la decisión final. Desde ese momento, el centro de atención se desplazó a la Junta de Fiscales del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Allí se vio enseguida que las cosas pintaban bastante bien para Mas y francamente mal para el Estado de Derecho. Había una mayoría clara –seis a tres– partidaria de tratar al Gobierno catalán con guante blanco. Los baluartes del bloque condescendiente eran Martín Rodríguez Sol, en otro tiempo hombre de confianza y amigo personal de Torres-Dulce (la prueba es que lo nombró fiscal superior de Cataluña y luego tuvo que destituirlo por haber apoyado el proceso soberanista), y Teresa Compte, antecesora de Rodríguez Sol en tiempos de Conde Pumpido y buena amiga del conseller de Justicia Germá Gordó. Bajo la batuta argumental de ambos, el debate estaba abocado a terminar de la peor manera posible para las tesis iniciales de la fiscalía general del Estado. Era un secreto a voces. Por tres veces, sin embargo, se negó Torres-Dulce a evitar lo evitable. Según mis noticias, el teniente fiscal del Supremo, Luis Navajas, se ofreció a trasladarse a Cataluña para presentar en persona la querella que se negaban a tramitar los fiscales catalanes. Torres-Dulce le dijo que no. Fiscales de la Audiencia Provincial de Barcelona propusieron un pronunciamiento colectivo a favor de las tesis de la fiscalía general del Estado. Torres-Dulce le dijo que no. Colaboradores cercanos le aconsejaron que impusiera su criterio jerárquico y dejara sin efecto la devaluación de los reproches penales que se estaba cocinando en la ciudad condal. Torres-Dulce dijo que no. Tres noes incomprensibles en muy poco tiempo. ¡Menudo papelón incomprensible!

No sé si le honra o no –eso que lo diga la carrera fiscal– pero por razones que ignoro parece que quiere pasar a la historia como el único fiscal general que no ha jalonado su mandato con órdenes contrarias a las adoptadas en los órganos competentes. La única excepción a esa regla que se ha permitido hasta ahora ha sido la del caso Faisán. Torres-Dulce es un hombre bueno. En aquella ocasión no permitió que su conciencia quedara subordinada a una decisión que no compartía. Por eso me sorprendería tanto que ahora hiciera lo contrario. Cuando sepamos en qué ha concluido el debate de los fiscales catalanes, Torres-Dulce tendrá que retratarse. Ojalá pose del lado bueno.

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