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Luis Herrero

Un futuro poco razonable

Cuando tratamos de escudriñar el futuro político, partimos de la base de que tiene que ser razonable. Pero ¿qué es razonable en la España política de hoy?

Según mi experiencia personal, el periodista que juega a pronosticador político suele hacer un ridículo espantoso. Sé de lo que hablo. Creo que rara vez he acertado algún vaticinio. Si fuera más humilde aprendería a tener la boca cerrada, pero como trabajo en la radio me temo que ese es un propósito poco razonable. En las tertulias políticas, radiofónicas o no, cualquiera puede permitirse el lujo de decir la mayor gilipollez del mundo y salir airoso del trance, cuando las miradas fulminadoras de la concurrencia se clavan en él con ganas de mandarle a Parla, recurriendo a la frase salvífica: "yo lo veo así, es mi opinión personal". La política, en efecto, es por definición el terreno de lo opinable. No hay dogmas. Lo aguanta todo. Como el papel. Como la imaginación. Como el aburrimiento. Aun así, los friquis de las grandes machadas opinables, por muy subjetivas que éstas sean –o precisamente porque lo son demasiado–, suelen quedarse más pronto que tarde sin parroquianos que les presten audiencia. Incluso en las discusiones políticas se suele exigir algo más que el arrojo del que hacen gala los más grillados oradores del speaker's corner. Lo que trato de decir es que a la gente sensata, es decir, a la mayoría de la gente, le chirría la contradicción entre lo opinable y lo razonable. Una opinión, para que se gane el respeto de la audiencia, tiene que responder a un esquema lógico. Si no son fruto de razonamientos cuerdos, las opiniones se convierten en visiones, en premoniciones o en profecías más o menos disparatadas. La única forma de no incurrir en ese desafuero es tratando de conciliar política y razón, lo que sin duda supone un reto muy superior al que se planteó Unamuno cuando trató de casar los términos pensamiento y navarro.

De ahí vienen todos nuestros malos diagnósticos actuales: los españoles, cuando tratamos de escudriñar el futuro político que nos aguarda en 2015, partimos de la base de que ese futuro tiene que ser razonable. ¿Pero acaso lo va a ser? ¿Qué es razonable en la España política de hoy día? A mí, por ejemplo, no me parece razonable que un partido gobernante muy tocado del ala en sus pronósticos electorales se abrace a la idea del "sigamos igual" –ese es el resumen del resumen del acto que protagonizó el PP en Segovia el sábado pasado– justo cuando la gente pide en la calle todo lo contrario. A mí no me parece razonable que un PSOE tambaleante trate de consolidar el liderazgo de su nuevo jefe tratando de robarle la mercancía radical a quien la gente identifica como su legítimo dueño. A mí no me parece razonable que dos partidos jóvenes y parecidos, que inicialmente supieron conectar en ámbitos territoriales distintos con la demanda de regeneración de buena parte del electorado, anden a la greña y se nieguen a sumar esfuerzos para eludir el riesgo de la insignificancia. Pero que a mí esas cosas no me parezcan razonables no significa que no lo sean. A Rajoy, a Sánchez, a Díez y a Rivera sí deben de parecérselas porque no hay motivo para pensar que disfruten pegándose tiros en los pies.

Muchos periodistas y ciudadanos razonables tratan de convencerme a diario de que el fenómeno Podemos es flor pasajera de un solo día. Sus argumentos no carecen de lógica. Un partido radical –me dicen– no puede tener mucho éxito en un país de gente moderada que lleva cuarenta años huyendo de los extremos. A medida que los ciudadanos vayan conociendo sus contradicciones –añaden– dejarán de ver en la tribu de Pablo Iglesias la tabla de salvación que España necesita. Cuando se aproxime la cita electoral –concluyen– los votantes cabreados de PP y PSOE volverán de mala gana a sus querencias naturales para evitar aventuras arriesgadas. No digo que sea un discurso descabellado. Al contrario. Parece cargado de sentido común. Incluso tiendo a pensar que me encantaría dejarme convencer por su lógica interna. Tal vez de ese modo podría mirar al futuro con un poco menos de inquietud. Pero, a pesar de todo, no soy capaz de hacerlo. Me puede la evidencia empírica. No dejo de pensar que, en el fondo, la gente que razona de esa forma tan sensata está esperando que pase algo que, sin embargo, no ha sucedido nunca desde la restauración democrática.

No he visto nunca que un partido gobernante que haya perdido casi veinte puntos en intención de voto a unos meses de las elecciones haya recuperado una parte significativa de ese terreno perdido en el sprint final de la legislatura. La gran sorpresa del PSOE en 1993 se produjo por una mejoría de poco más de cuatro puntos respecto a lo que le pronosticaban los sondeos. Tampoco he visto nunca que un fenómeno mediático tan generosamente bendecido por las encuestas haya acabado siendo un fiasco absoluto. La Operación Roca, que en 1986 firmó el mayor ridículo electoral que yo recuerde, nunca superó en las apuestas demoscópicas el 5% de intención de voto. Podemos coquetea ya con el 25%. Otro hecho inédito hasta la fecha es que un partido de la oposición se haya impuesto en las urnas sin romper previamente su tendencia al retroceso. Otro más: que los electorales con el voto decidido cambien mayoritariamente de apuesta en el último instante. Y el último: que la apelación al voto del miedo mejore las previsiones del partido que lo esgrime más allá de un 5%. UCD, tras el célebre discurso de Suárez en televisión el último día de la campaña de 1979, pasó del 29% en las encuestas al 34% en las urnas.

Ni los antecedentes históricos, como bien se ve, ni los datos de la realidad abonan la tesis de que el pronóstico de mis razonables amigos lleve camino de cumplirse. En las tres últimas encuestas publicadas durante la última semana el PP sigue estancado o en ligero retroceso, el PSOE no termina de enganchar una tendencia alcista, UPyD pierde fuelle en beneficio de Ciudadanos, Podemos sigue más o menos donde estaba y los abstencionistas cabreados permanecen obstinados en la abstención, inmunes al discurso del miedo que comienza a abrirse camino en estos días por los circuitos oficiales. Aunque todo puede pasar todavía, el tiempo se acaba. Para las municipales sólo faltan seis meses y para las generales poco más de diez.

Como los ciudadanos no perciben aún el fin de la crisis, Rajoy ha decidido convertirla en historia para ver si los votantes confían más en el discurso presidencial que en sus propias experiencias personales. En el PSOE dudan tanto de su futuro que a Sánchez lo han convertido ya en la premonición de un cadáver con repuesto de mujer. A Rosa Díez se le van los eurodiputados a los actos de Rivera y a Podemos, a pesar de los errejones, las tanias, los cobros en negro, las espantadas televisivas y las tuerkas sin ánimo de lucro, le siguen saliendo las cuentas. ¿Hay algo en todo eso que permita pensar que se acerca un tsunami que vaya a cambiar el orden de las cosas que hoy muestran las encuestas? Pues entonces habrá que convenir, amigos míos, que lo razonable, desgraciadamente, no siempre tiene razón.

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