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Luis Herrero

Una luz en la niebla

No se trata de que PP y PSOE vayan a firmar sin más un acuerdo "a la alemana". Ni de que vayamos hacia un Gobierno de concentración de corte clásico.

Mariano Rajoy no será el próximo presidente del Gobierno. Para serlo necesitaría el apoyo del PSOE y ya sabemos lo que opina el PSOE de Rajoy: que no es decente. Anoche, los socialistas le dijeron al líder del PP que le correspondía, como cabeza de la lista más votada, la tarea de ser el primero en intentar formar Gobierno. Se lo dijeron como quien manda a un pobre sediento a buscar un pozo en mitad del desierto. Se lo dijeron para verle fracasar. A partir de ahí sólo pueden pasar dos cosas. La primera, que Rajoy se de cuenta de que su permanencia en la cabecera del banco azul es un imposible metafísico y desista del intento. Y la segunda, que quiera morir con las botas puestas y someta su candidatura a votación en el Congreso. Perderá la primera (la de la mayoría absoluta), perderá la segunda (la de la mayoría simple) y se irá a su casa a mirarse ante el espejo, para que sea el espejo -ya que no ha sido su conciencia- quien le diga por qué se ha convertido en el líder de la derecha que ha llevado a la derecha a la ruina. La historia, creo, no será indulgente con él. Ni con el partido de sordos, mudos y ciegos que creció a su alrededor, para mayor gloria de la presunta infalibilidad del líder, y que tan activamente ha colaborado en su propio suicidios.

Pedro Sánchez no será el próximo presidente del Gobierno. Para serlo necesitaría el apoyo de Susana Díaz y Felipe González -la auctoritas y la potestas de la ortodoxia del PSOE- para liderar un cuatripartito (o quintapartito, o sextapartito) junto a Podemos, Izquierda Unida y uno o más de los partidos independentistas que vienen de Cataluña -ERC y Democracia y Libertad- o del nacionalismo vasco civilizado (PNV) o filoterrorista (Bildu). Por un rato en el poder, el PSOE acabaría del todo con las señas de identidad que aún le quedan y dejaría a la izquierda sin un partido nacional por mucho tiempo. Hay quien cree (muchos, me temo) que tal cosa sucederá irremediablemente porque el poder envenena la sangre, las ideas y las conciencias. Me miran con desdén, o en el mejor de los casos con condescendencia, por creer que aún hay un rastro de decencia en el socialismo español. Pero es verdad que lo creo. Eso me llevó a apostarme el bigote con Federico Jiménez Losantos, durante el programa electoral de esRadio, a que una brida de sensatez en el seno del PSOE impedirá que Sánchez se desboque buscando el poder a cualquier precio. Si ven que me paseo rasurado dentro de algunos días llámenme ingenuo y apiádense, por favor, de mi estupidez pregateante.

Pablo Iglesias no será el próximo presidente del Gobierno. Para serlo necesitaría que los independentistas aceptaran su exigencia de cambiar la ley electoral (la que permite que Oriol Junqueras tenga nueve diputados con 600.000 votos y Alberto Garzón sólo 2 con 900.000) y que los socialistas aceptaran la celebración de un referéndum de autodeterminación en Cataluña antes de un año. Y además, que Sánchez aceptara someterse, como líder de la segunda fuerza, al liderazgo del caudillo de la tercera. La idea de que pueda ponerse en pie un Frente Popular que remedara la experiencia histórica de la España de 1936 es una conjetura que anida en el temor de quienes tienen propensión a los pronósticos trágicos. No es del todo imposible que tengan razón -porque el hombre es tan idiota que repite indefinidamente sus propias estupideces-, pero mientras aguardamos a comprobar si su predicción improbable se impone a mi candorosa apuesta por el sentido común, sus digestiones navideñas serán mucho más pesadas y truculentas que las mías.

Dije en el programa de anoche, antes incluso de que los datos del escrutinio dejaran con el culo al aire -una vez más- a los demóscopos que hicieron el ridículo a pie de urna, que no era descartable "una extraña gran coalición de mínimos". Entrecomillo la frase porque la sopesé milimétricamente antes de pronunciarla. Una luz en la niebla. No se trata de que PP y PSOE vayan a firmar sin más un acuerdo "a la alemana". Ni de que vayamos hacia un Gobierno de concentración de corte clásico. Es muy posible que primero haya que desmochar las cabezas de ambas formaciones (Rajoy y Sánchez), y que haya que darle algún tipo de entrada en el acuerdo a Ciudadanos, y que sólo cubra el consenso de cuestiones referidas a la defensa de valores constitucionales como la unidad de España o el respeto a las reglas del juego que derivan de nuestra pertenencia a la Unión Europea. Como nunca hemos explorado algo así, no tengo ni idea de cómo se avanza en esa dirección. Tal vez pactando reformas constitucionales que, por exigencia del mecanismo de reforma de la propia Constitución, exija la disolución de Las Cortes tan pronto como esas reformas se hayan aprobado en el Parlamento. O tal vez abriéndose a un Gobierno al estilo Borgen que le permita a Albert Rivera (¡qué mal estuvo anoche: tardío, autocomplaciente, remiso y alicorto!) hacer de disco intervertebral de una España que por fin de decida a vertebrarse. Es pronto para saber si hay vida más allá de esa conjetura de pacto entre los grandes.

Pero una cosa está clara: a esta situación hemos llegado porque nunca ha habido en los liderazgos políticos un enanismo tan pavoroso y tanta sordera en el torrente circulatorio del sistema para escuchar el hartazgo de la sociedad. Si vamos a unas nuevas elecciones con esos bueyes, que Dios nos asista.

En España

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