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Manuel Pastor

El fin del juancarlismo

Si el Rey quiere evitar una crisis dinástica, lo más prudente por su parte sería acelerar la sucesión en beneficio del Príncipe de Asturias.

Del elefante blanco al elefante botsuaniano: así podría resumirse el recorrido degenerativo de la Monarquía juancarlista (casualmente, el índice de percepción de la corrupción de International Transparency coloca a España en 2012 en el mismo nivel que Botsuana). Resultaría muy fácil aquí parafrasear a Ortega en memorable ocasión: delenda est monarchia juancarlista.

Ante todo quiero manifestar mi rechazo a un estúpido tópico muy generalizado entre nuestra clase política e intelectual: "Yo no soy monárquico, soy juancarlista". Como pensaba mi maestro universitario D. Carlos Ollero –del que ahora celebramos el centenario de su nacimiento (1912), que tuviera lugar precisamente en el centenario de su querida Constitución de Cádiz (1812)–, la Monarquía constitucional moderna debe tener una justificación funcional, no personal. Otro de mis maestros de juventud, el profesor D. Enrique Tierno Galván, precisaría con cierto maquiavelismo que, en el caso de España, la Monarquía era la salida de la dictadura franquista, pero no la solución. Ambos maestros, grandes amigos entre sí, compartieron, con matices, primero su adhesión a una Monarquía funcional teórica (de D. Juan de Borbón) y posteriormente, en la práctica, el juancarlismo como salida de la dictadura durante la Transición. A diferencia de mi admirado viejo profesor, yo creo que la Monarquía es la solución –históricamente avalada– para España. Pero la fórmula juancarlista ha fracasado, o dicho más piadosamente: está funcionalmente agotada.

Iniciaba este artículo con la broma de los elefantes. Simbólicamente, sin embargo, el enigmático elefante blanco del infame agujero negro del 23-F marca el comienzo de un proceso políticamente fallido que culmina, también simbólicamente, con el incidente del elefante de Botsuana. En ambos casos, la (ir)responsabilidad del rey Juan Carlos es evidente, aunque en el primer asunto se nos haya escamoteado la información y una explicación, con la complicidad activa de los sucesivos gobiernos y de gran parte de la clase política. No es casual que esta clase política, con muy pocas excepciones, sea la responsable –con la anuencia o el silencio real– de la corrupción generalizada que padece la democracia española. Una democracia, como he sostenido repetidas veces, por desgracia fallida.

Podemos alabar la Nación, el Estado, la Constitución, incluso la Transición, pero tenemos que admitir que el sistema político de 1978 ha fallado. Los vivas a la Constitución en este diciembre que se acaba están bien, pero la primera condición para superar una enfermedad, en sentido freudiano, es ser consciente de padecerla, reconocerla.

Empleando una expresión popular de la politología reciente, la Consolidación demócratica –pese a lo que digan Linz, Santamaría, Maravall y una larga lista de expertos– no se ha producido. Hay que estar ciegos para no verlo. El rey Juan Carlos (ha sido repetido ad nauseam, pero es cierto) desempeñó un papel decisivo y muy importante en la Transición hasta 1981. Pero a partir de entonces todo comenzó a torcerse (con la importante ayuda, hay que decirlo, de los socialistas), ahí están los sucesivos agujeros negros institucionales: los GAL, el caso Roldán, el 11-M, el caso Faisán, la politización del Tribunal Constitucional (Rumasa, Estatuto de Cataluña, Bildu...), etc. No menos institucional, por sus ramificaciones, es el caso Urdangarín, una auténtica carga de profundidad contra la Casa Real, por mucho que se quiera disimular. Si el Rey no sabía nada, malo; si sabía algo, peor.

¿Y ahora qué? El sistema político requiere una reparación total. Más que democracia, en España tenemos una partitocracia (seguimos con lo que Joaquín Costa denominó hacia 1900 oligarquía y caciquismo, pero ahora en un sentido estrictamente político). Desde finales del siglo XIX, además de Costa, toda una pléyade de grandes pensadores políticos han estudiado la partitocracia (Mosca, Pareto, Ostrogorski, Unamuno, Ortega, Michels, Burnham...), que es el cáncer de la democracia liberal. Como es de suponer, cualquier solución o paliativo –pienso ahora en el caso español– requiere una reforma profunda, constitucional y cultural, en un sentido auténticamente federal, hacia una mayor separación de poderes, con grandes cambios en el sistema electoral y de representación que faciliten una menor fragmentación y una mayor claridad y estabilidad en la composición parlamentario-gubernamental (mi preferencia, sin demagogias, es por un sistema fuertemente mayoritario y bipartidista). Pero todo eso ahora suena a música celestial o a wishful thinking.

La decisión más urgente y necesaria –por su carácter simbólico y ejemplar– tiene que ver con el vértice de la estructura del Estado, es decir, la Corona. Antes que la reforma constitucional para la cuestión sucesoria, tantas veces invocada y aparcada, conviene cerrar el capítulo histórico del juancarlismo. Si el Rey quiere evitar una crisis dinástica –que es algo diferente, pero concomitante, a la cuestión de Monarquía o República–, lo más prudente por su parte sería acelerar, mediante su voluntaria abdicación, la sucesión en beneficio del Príncipe de Asturias. Desde ese momento, ya habríamos trascendido los personalismos de otros tiempos –juanista, juancarlista o eventualmente felipista– y estaríamos en condiciones de encarar un futuro más institucionalizado, con una genuina Monarquía constitucional de nueva generación, marco imprescindible para la Consolidación democrática que tanto necesitamos.

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