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Mariano Alonso

Julio Alonso, un periodista

En su velatorio había periodistas, periódicos e iphones. No pudo ser de otro modo.

"Me han dicho que quieres ser periodista". Así, con su inequívoco acento andaluz y una cerveza en la mano comenzó una conversación con Julio Alonso en el 50 cumpleaños de mi padre –que también era su hermano Mariano–, la primera de muchas acerca de la pasión que compartimos. Meses después me obsequió con el primer chute de adrenalina periodística en vena que supone para cualquier novicio pisar por vez primera una redacción. Fue una tarde de domingo en el viejo As de Cuesta de San Vicente que he recordado con Ángel Cabeza en La Almudena. Curioso destino, el de la cabecera deportiva, para quien sólo llegó a apreciar algunos lances del rugby que Ángeles, su mujer, adora. No lo olvidaré, como tampoco sus recuerdos compartidos de la creación de El País que son ya mitología para varias generaciones de periodistas, ni el fino humor con que describía las escenas cotidianas de la Sevilla que le enamoró los últimos años y del que tuve buena prueba en nuestro último encuentro en el hospital.

No suelo darle la razón a mis muertos cuando se la negué de vivos ni considero imprescindible abrillantar su biografía hasta dejarla libre de mácula. Julio Alonso creía que las noticias eran cosa de la radio y la televisión; yo creo que son (y deben seguir siendo) los periódicos los que escriben el guión informativo del que los demás medios se nutren. Con esfuerzo y tesón inició su carrera en distintos satélites de la prensa franquista (no había otra) y el fracaso formó también parte de ella. Ese fracaso que jamás experimentarán los que, una vez a bordo, se convierten en marineros vitalicios del mismo navío. Tampoco, en fin, nuestras respectivas cosmovisiones ideológico/culturales hacían fácil el cheek to cheek, pero éste fue siempre posible gracias a su incapacidad casi genética para el sectarismo o la maledicencia, pese a haber sufrido ambas.

No sólo éstas cualidades y otras, como su franca hospitalidad y su paciencia sin límites, le convertían en una rara avis por estas lindes. También el apego al trabajo en sí mismo que fue su caballo de batalla contra el cáncer y cuyas virtudes para el individuo le escuché elogiar hasta el último momento. Y eso pese a que ya rebasaba la edad en la que, nos dicen los adalides del nuevo consenso, uno ya sólo debe estar para que le quieran.

En su velatorio había periodistas, periódicos e iphones. No pudo ser de otro modo.

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