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Mark Steyn

Ghettos de inmigrantes violentos

Un ex campeón británico de los pesos pesados pidió educadamente a tres jóvenes que respetasen la prohibición de fumar. Le dispararon en la cara a bocajarro. Les había "faltado al respeto". Los autores materiales eran negros y, por tanto, víctimas.

En las películas y series policíacas, después del cuarto o quinto asesinato la policía siempre se detiene a analizar las pruebas disponibles en busca de posibles patrones que puedan identificar al psicópata. Pero eso sólo funciona en el mundo de fantasía de Hollywood. En la vida real, las fuerzas del orden son lo bastante inteligentes como para saber que no deben seguir ese camino. Digamos que usted detiene a un puñado de individuos que planeaban volar el Parlamento y decapitar al Primer Ministro. ¡Guau! ¿Quién podría hacer tal cosa? ¿Quiénes son estos tíos?

"Todos ellos residen en Canadá y, en su mayoría, son ciudadanos canadienses", aclaró Mitch McDonell, comisario auxiliar de la policía montada del Canadá.

De modo que toda esta peña que planeaba hacer estragos en el Parlamento de Canadá residía en Canadá. ¿Y no tiene algo más que pueda reducir un poquito el campo?

El comisario auxiliar McDonnell piensa que no: "Representan una muestra muy amplia de nuestra comunidad – continuó –. Algunos son estudiantes, algunos trabajan, algunos están parados."

Un caso notable. Cuanto más miras a estos tipos –Mohammed Dirie, Amin Mohamed Durrani, Yasim Abdi Mohamed, etc.– menos parecen tener en común. Algunos son estudiantes, algunos trabajan, algunos están parados, algunos deletrean "Mohammed" con dos emes, algunos con una, algunos lo tienen como nombre, otros como apellido, hay quien lo tiene como parte de un nombre compuesto... Una muestra al azar no podría ser mucho más amplia.

Y lo mismo que sucede con la yihad, pasa con el crimen en Toronto. Cuando nueve ciudadanos mueren en un solo fin de semana de julio, Dios no quiera que insinuemos que esas muertes estén vinculadas a algo más específico que la más amplia de todas las muestras más amplias. Mientras inspeccionaba el recuento de cadáveres, Michael Bryant, fiscal general de Ontario, exigió inmediatamente que el Gobierno federal fuera más estricto con el registro de armas haciendo aún más totalmente total la prohibición total de armas ligeras.

¿Será Bryant una especie de burdo prototipo animatrónico? ¿El equivalente político al muñeco Ken, que sólo es capaz de un puñado de generalidades robóticamente registradas? En lugar de "Venga, Barbie, vámonos de fiesta", el fiscal general no sabe abrir la boca sin recurrir a su nuevo eslogan: "Sin armas, no hay funerales".

¿De verdad? Un día, en un futuro no demasiado lejano, quedará un solo propietario legal de armas vivo en Canadá, seguramente un granjero octogenario de Terranova que aún tendrá la escopeta del abuelo. Pero sin duda, Bryant le culpará de los 20 asesinatos que tengan lugar en Toronto ese fin de semana. A pesar de la reacción pauloviana que puedan tener los políticos más holgazanes, lo cierto es que sigue sin haber relación entre la posesión legal de armas y las cifras de asesinato. Bueno, en realidad eso no es del todo cierto. Si se examina el Top Ten de los países con las cifras de homicidio más bajas, al menos la mitad de ellos tienen unas cifras de posesión de armas que se encuentran entre las más altas del mundo: Suiza, Noruega y Finlandia tienen más armas que Canadá, pero sus cifras de crímenes son más reducidas.

Tipos capaces de matizar un poco más reconocen que ni las armas largas canadienses ni las cifras más modestas de pistolas registradas legalmente tienen nada que ver con los delitos cometidos por las bandas de Toronto y sugieren que lo que necesitamos es poner orden en las armas que entran desde el país del cowboy sin ley que tenemos al sur. Bueno, podríamos intentarlo, supongo. ¿Qué nivel de vigilancia sería necesario para asegurar una frontera porosa que se extiende a lo largo de miles de kilómetros y de la que depende la economía del 90% de los canadienses? Ya se están quejando del aumento de la frecuencia de las inspecciones de los viajes de compras al sur, pero si quieren colocar un enorme Telón de Arce a lo largo del paralelo 49, adelante.

Y cuando haya usted calculado lo que costará ese proyecto, tal vez le empiece a merecer la pena preguntarles al alcalde de Toronto y al fiscal general de Ontario por qué no pueden tener con los ciudadanos de una democracia madura la cortesía de tratar honestamente el problema. No existe ninguna epidemia de crimen "canadiense" o "de Ontario". Hay un problema dentro de una pequeña muestra cerrada de la sociedad de Toronto. Y no, no es probable que ningún comisario asistente de la policía montada hable jamás de ello.

Innocent Madowo, "un ex periodista de Zimbabue que reside en Toronto", escribió una columna el otro día titulada El azote de nuestra comunidad, donde "nuestra" significa "negra". Pero comete una injusticia para con los suyos. Sería más justo decir que los delitos violentos son el azote de la comunidad de las Indias Occidentales, y más justo aún decir que es el de la comunidad jamaicana. En contraste con unas Suiza y Noruega infestadas de armas, Jamaica tiene una de las cifras de homicidio más elevadas del planeta y exporta sus patologías a dondequiera que la diáspora jamaicana se asiente. En Gran Bretaña, al igual que en Toronto, los delitos cometidos con armas de fuego son en gran medida un problema de bandas jamaicanas, las yardies, como las llaman. La única diferencia es que el Reino Unido ha implementado hasta el máximo grado posible todas las políticas que Michael Bryant quiere ver implementadas en Canadá, con el predecible resultado de que los polis prefieren hostigar al irritable granjero que posee una escopeta sin licencia antes que ocuparse de la tarea un pelín más exigente de ir por ahí persiguiendo a miembros de los yardies, que tienen la fea costumbre de pasear armados con Uzis.

El otro día, en el Toronto Sun, Michael Coren mencionó algunas de las características particulares de la sociedad jamaicana: "Los niveles de familias sin padre en los centros urbanos del país son pasmosos. Esta cultura ha sido trasplantada a Canadá", escribió, observando que iba a ser inmediatamente condenado como "racista" por señalar lo obvio. De hecho, no hay nada que obligue a que, por nacer con un color concreto de piel, se tenga que vivir en una cultura disfuncional en la que los modelos masculinos o bien brillan por su ausencia, o son delincuentes, o son simplemente irresponsables. La raza es inmutable, pero la cultura no. No mucho antes de que naciera mi primer hijo, pregunté a una joven jamaicana que trabajaba para mí en Londres si su padre había estado presente en su nacimiento. Ella se echó a reír. "¿Está de broma? – me contestó – Dejó de estar presente diez minutos después de la concepción." Estas no son ciertamente las cualidades que Colin Powell, hijo de inmigrantes jamaicanos, asociaba a su comunidad en su autobiografía:

Los negros americanos en ocasiones piensan que los americanos originarios de las Indias son creídos y arrogantes. Esta impresión, imagino, se deriva del impresionante historial de logros de éstos. ¿Qué explica ese éxito? Por una parte, los británicos pusieron fin a la esclavitud en el Caribe en 1833, bastante más de una generación antes de que Estados Unidos hiciera lo propio. (...) Informaron a mis ancestros que desde ese momento eran ciudadanos británicos con todos los derechos de cualquier súbdito de la Corona. Eso era una exageración, pero, aun así, los británicos sí establecieron buenas escuelas e hicieron obligatoria la asistencia. Ocuparon los peldaños inferiores del servicio civil con negros. En consecuencia, éstos tuvieron la oportunidad de desarrollar actitudes de independencia, responsabilidad y autoestima.

La autoestima se valora mucho hoy, pero completamente desvinculada de la responsabilidad. En un club londinense, el mes pasado, un ex campeón británico de los pesos pesados pidió educadamente a tres jóvenes que respetasen la prohibición de fumar. Le dispararon en la cara a bocajarro. Les había "faltado al respeto". Al igual que en Toronto, los autores materiales eran negros y, por tanto, las víctimas. Es fácil que los plañideros medios canadienses sucumban a la complacencia, como dice Michael Coren, de disparates sentimentales sobre niños de cuatro años atrapados en un tiroteo. ¿Pero qué va a hacer usted al respecto?

En términos prácticos, el progre blanco corroído por la culpa preferirá seguir culpando a los paletos blancos propietarios de armas, aceptando implícitamente los crímenes entre jamaicanos con armas de fuego como un rasgo más del conmovedor mosaico multicultural, de la misma manera que aceptamos que esnifar gasolina es una antigua tradición nativa practicada en la tundra antes incluso de que el primer innu abriera el depósito del primer Honda Civic allá por 1478. En ninguno de los dos casos parece que la "compasión" progresista o los remilgos multiculturales hayan hecho nada por la clase designada como víctima.

Por su parte, en la derecha desalmada no parece que nadie esté proponiendo limitar o contener la inmigración procedente de Jamaica. Hasta escribir esta frase parece algo ligeramente ridículo en una democracia occidental avanzada. Pero supongamos que el alcalde y todos los demás aciertan y todas las armas empleadas en los crímenes jamaicanos son introducidas de contrabando desde Estados Unidos. ¿Qué es más fácil de poner en cuarentena? ¿Un vecino enorme con el que compartimos una frontera terrestre que discurre a lo largo de toda una masa continental? ¿O una isla pequeña rodeada de agua?

Ni en Canadá ni en Gran Bretaña ni en ninguna parte es políticamente factible proponer que los jamaicanos quizá debieran ser objeto de un escrutinio especial por parte de las autoridades de inmigración. Hace 40 años, en cambio, en Canadá, Estados Unidos y Australia se aceptaba que las naciones soberanas tenían el derecho a gestionar las políticas de inmigración como quisieran. Es decir, no teniendo ninguna obligación de admitir a nadie, podían seleccionar y elegir a quién admitían. Hoy, es igual y ampliamente aceptado que las políticas de inmigración discrecionales son discriminatorias e indefendibles: si vas a dejar que entre gente, entonces todas las 200 naciones o las que haya sobre la faz de la tierra son igualmente válidas: eslovenos y saudíes, japoneses y jamaicanos. Orientar la política de inmigración en favor de determinados orígenes sería racista.

Me pregunto cuánto tiempo durarán estas beaterías. Un reciente estudio de los sujetos terroristas detenidos en Gran Bretaña entre 2001 y 2005 reveló que uno de cada cuatro había sido admitido en el país como solicitante de asilo. Entre ellos estaba, por ejemplo, Muktar Said Ibrahim, uno de los cuatro hombres que intentaron inmolarse en el metro de Londres dos semanas después de la masacre del 7 de julio. En otras palabras, los jóvenes aceptados en Gran Bretaña agradecen la hospitalidad a su anfitriona intentando matarla. ¿Se hará algún cambio a los protocolos de inmigración? ¿O aceptarán simplemente los británicos que un cociente terrorista-refugiado de 1/4 simplemente forma parte del privilegio de ser una sociedad socialdemócrata progresista? Imagino que sí, del mismo modo que aceptamos que algunas partes de Toronto se hayan convertido en la práctica en Kingston, Jamaica, como el precio que pagamos para poder felicitarnos a nosotros mismos por nuestra tolerancia infinita.

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