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Mauricio Rojas

El síndrome Depardieu o la estupidez

Europa está dando al mundo una lección insuperable de estupidez: está persiguiendo a sus talentos, combatiendo a quienes tienen éxito.

Europa está dando al mundo una lección insuperable de estupidez: está persiguiendo a sus talentos, combatiendo a quienes tienen éxito.

Europa está dando al mundo una lección insuperable de estupidez: está persiguiendo a sus talentos, combatiendo a quienes tienen éxito, condenando a los que sobresalen y se enriquecen con su creatividad y esfuerzo. Gérard Depardieu ha puesto rostro a esta estupidez, pero este síndrome autodestructivo viene ya de lejos. Es por eso que estamos donde estamos, porque nos lo hemos buscado, no porque otros nos lo hayan impuesto.

Para entender lo ocurrido recientemente en Europa Occidental hay que recorrer unas cuantas décadas. Tal vez el lector recuerde que ya a fines de los años 70 se acuñó el concepto de euroesclerosis, que apuntaba a las dificultades de los países europeos más avanzados para adaptarse a un nuevo entorno global en rápida transformación. Europa reaccionaba lenta y defensivamente ante los cambios, tratando de defender lo que ya tenía más que de buscar lo que podía llegar a tener. Sus grupos de poder –entre los cuales los sindicatos, así como las asociaciones profesionales y empresariales, desempeñan un papel destacado– optaron por la protección de sus intereses y sus así llamados derechos, incluso al precio de unas altas tasas permanentes de desempleo y un crecimiento comparativamente lento.

Esta actitud se plasmó en una extensa maraña regulatoria y en el desarrollo acelerado de grandes Estados intervencionistas, cuya función fundamental era garantizar el statu quo y una serie de derechos que la población europea supuestamente ya había adquirido de una vez y para siempre. El denominado Estado de Bienestar creció desmesuradamente desde la década del 70, hasta transformarse en el corazón de lo que se conoció como Modelo Social Europeo.

El gran Estado se distinguió por los altísimos impuestos que imponía a fin de ampliar su poder sobre la sociedad y garantizar derechos y privilegios. De hecho, la carga tributaria en la UE-15 subió de un promedio de 25,8% del PIB en 1965 a un 39,2% en 1990. En 1965, el peso total de los impuestos iba de un modesto 14,7% del PIB en España a un máximo de 35% en Suecia, país líder en lo que respecta a la expansión del Estado benefactor. En 1990, el peso de la tributación se había más que doblado en España, alcanzando el 33,2%, mientras que en Suecia llegaba al 53,6%. En resumidas cuentas: el Estado había pasado a ser el eje de los procesos económicos y sociales de Europa Occidental.

Todo ello llevó a una serie de problemas, como la pérdida de incentivos para trabajar o invertir en educación que se genera cuando los impuestos castigan fuertemente y de manera progresiva los réditos del trabajo. Pero aun más decisivo en el largo plazo es que las regulaciones defensivas, en particular las relativas al mercado laboral, así como los altos impuestos dificultaban y penalizaban severamente el esfuerzo emprendedor de la población europea, su voluntad de crear cosas nuevas, particularmente en el terreno de la economía del conocimiento y la información.

Así, la política económica europea se orientó más a defender y distribuir la ya creada que a fomentar la creación de nueva riqueza. Se hizo por ello conservadora y plasmó una fuerte aversión al riego. Esta forma de actuar terminó transformándose en una verdadera cultura de seguridad ante todo y de derechos adquiridos, derechos universales sin relación directa con el deber o el esfuerzo, lo que hace que se pierda el vínculo entre lo que se hace y lo que se logra, entre la responsabilidad individual y lo que se puede obtener de la vida. Todas esas relaciones fundamentales, y los valores sobre los que se fundan, se fueron perdiendo en Europa.

Las nuevas generaciones crecieron dentro de la cultura de los derechos y fueron a una escuela que les enseñó que la vida era un juego y que no tenían que preocuparse mucho por el futuro, porque existía alguien, el Estado del Bienestar, que se responsabilizaba de su prosperidad. Estos son los indignados, esos niñatos destetados que hoy vemos en las plazas de Europa Occidental, pidiendo derechos que ya nadie puede darles. Son las grandes víctimas de las promesas vanas del Estado del Bienestar y su desilusión es manifiesta, así como también lo es su creciente frustración. Nacieron bajo el síndrome del almuerzo gratis y el progreso asegurado (por otros), y su embotamiento mental les impide comprender cosas tan evidentes como que todo derecho tiene un costo, y que ese costo se llama deber, esfuerzo duro y cotidiano, responsabilidad personal y voluntad innovadora.

Para ilustrar concretamente lo que este desarrollo europeo ha significado en pérdida de capacidad generadora de riqueza bastan dos cifras: 26 son las empresas que se han creado en California desde el año 1975 y que están hoy dentro de las 500 mayores del mundo. Europa, con sus más de 300 millones de habitantes, sólo puede aportar una compañía a la misma lista. He aquí el resultado condensado de unas estructuras y una cultura que no premian el esfuerzo, el emprendimiento, que no aplauden el enriquecimiento legítimo y hacen de la defensa del statu quo y la redistribución igualitarista su principal afán.

Hay muchos ejemplos similares, como el medio millón de científicos, técnicos y emprendedores europeos de primera línea que han buscado en los Estados Unidos el lugar donde realizar sus sueños. Un reciente artículo de The Economist se hace referencia a los 50.000 alemanes que residen en Silicon Valley, así como a las 500 nuevas iniciativas empresariales llevadas a cabo por franceses en la bahía de San Francisco. Este exilio empresarial y creativo de muchos de sus mejores talentos no solo le cuesta a Europa una pérdida significativa de prosperidad sino que en gran medida explica su cada vez mayor distanciamiento del liderazgo mundial. Este es el precio que Europa se impone por seguir con su estúpida creencia de que puede mantener su bienestar castigando al trabajo, la creatividad, el emprendimiento y el éxito. El caso de Gérard Depardieu no es sino el último testimonio de esta lamentable estupidez. 

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