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Michael Rubin

Irak y el fin de la vergüenza

El problema ya no es Maliki, ni Barzani, ni Nuyaifi; es mucho más profundo.

El problema ya no es Maliki, ni Barzani, ni Nuyaifi; es mucho más profundo.

Actualmente me encuentro en Jordania, donde he tenido la oportunidad de reunirme con una serie de suníes iraquíes, venidos de Al Anbar para debatir la situación de allí. Es extraño encontrar, en la actualidad, algún consenso sobre Irak, pero un comentario que han hecho coincide con otros que he escuchado en los últimos años al hablar con suníes de ese país en Mosul y en Tikrit, con chiíes en Basora y Bagdad y con kurdos iraquíes en Kirkuk, Erbil y Sulaymani: que uno de los principales problemas que afronta Irak es el fin de la vergüenza.

Los políticos y los generales de Irak (y de cualquier otro lugar de Oriente Medio) se enfrentan siempre a grandes tentaciones. Pueden robar millones y de hecho, algunos de ellos roban ahora miles de millones. Pero, ante de la guerra irano-iraquí de 1980-1988, de la invasión de Kuwait en 1990 y de los subsiguientes trece años de sanciones, Irak se encontraba entre los países árabes menos corruptos. Lo que ha cambiado en los últimos 35 años no sólo ha sido la economía, sino, fundamentalmente, la cultura de la vergüenza. Ciertamente, algunos políticos y oficiales de la república y de los primeros años del baazismo eran corruptos, pero muchos resistían la tentación por miedo a que sus hijos heredaran la vergüenza si sus padres se ganaban la fama de ser corruptos o de haber cometido otros desmanes. Sencillamente, la reputación familiar se imponía al deseo de una gratificación inmediata.

Ya no es así: he escrito aquí sobre el problema de los primogénitos de los gobernantes de Oriente Medio. Los iraquíes llaman a Ahmed, hijo del primer ministro Nuri al Maliki, Uday, porque afirman que actúa como el hijo de Sadam Huseín. Masrur Barzani, hijo mayor del líder kurdo iraquí Masud Barzani, compró una mansión de 10 millones de dólares en un barrio residencial de Virginia pese a su relativamente bajo salario oficial. Si bien el portavoz de Barzani negó cualquier conexión con la propiedad, Masrur se ha vuelto tan arrogante y desvergonzado que celebró allí su fiesta de cumpleaños para los más cercanos del KDP, muchos de los cuales alardearon luego del evento y de su lugar de celebración.

El problema, no obstante, es más profundo y afecta a toda la clase política.Los hijos de muchos ministros no vacilan en comprar coches deportivos de moda -lamborghinis, ferraris y porches de alta gama- para conducir por Londres desde sus nuevos y elegantes pisos, sin importarles que tanto los iraquíes como sus vecinos europeos o norteamericanos los conocieran siendo pobres. No dudan en hacer ostentación de riquezas adquiridas de forma indebida y les importa poco que alguien sepa que ellos o sus padres son corruptos. Otros exministros y sus ayudantes viajan a Jordania, al Líbano o, incluso, a los barrios residenciales de Chicago para construirse mansiones palaciegas tras ocupar el cargo durante menos de uno o dos años en Irak. A menudo, los iraquíes no tienen ninguna posesión que exhibir, pero lo hacen despreocupadamente cuando sus apellidos se han vuelto sinónimo de corrupción. Mientras que una o dos generaciones anteriores habrían sentido vergüenza ante semejante reputación, los nuevos iraquíes ya no lo hacen.

Esos militares árabes de formación están familiarizados con la vergüenza que se remonta a generaciones anteriores. Se convirtió en un obstáculo, pues impedía y hacía peligrosa hasta la crítica constructiva. Pero no todo en la vergüenza era malo, porque mantenía el orden en la sociedad y contribuía a reforzar la integridad esencial. Las cosas han cambiado. A los diplomáticos les resulta fácil hablar de reconstruir la sociedad, pero cuando falta la integridad personal, la religión o la etnia se convierten en una pátina, el dinero se vuelve el único objeto de culto y la vergüenza desaparece, resulta casi imposible reconstruir una sociedad. El problema ya no es Maliki, ni Barzani, ni Nuyaifi; es mucho más profundo.

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