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Mikel Buesa

Escenarios para después de un fracaso

Lamentablemente, no podemos ser optimistas después de lo vivido estos días en Cataluña.

Lamentablemente, no podemos ser optimistas después de lo vivido estos días en Cataluña.

No me entretendré demasiado en argumentar que lo del 1-O ha sido un rotundo fracaso para el Estado, el Gobierno y eso que eufemísticamente llamamos partidos constitucionalistas. Cataluña, de hecho, es ya una entidad política independiente en la que el Estado español cuenta lo que un cero a la izquierda, por más que haya jueces instruyendo sumarios y policías cumplimentando los mandatos de esos magistrados. La desobediencia se ha instalado en las estructuras gubernamentales autonómicas y locales y, con toda probabilidad, la Generalitat o el Parlament, tanto da, declararán la constitución de la República Catalana sin el menor decoro, alegando que la voluntad del pueblo expresada en las urnas se lo exige. El fracaso del Estado se veía venir y, aunque algunos agoreros llevábamos advirtiéndolo desde hace años, ha pillado por sorpresa a quienes lo gestionan desde el Gobierno y el Parlamento. Si dimitieran ya mismo de sus responsabilidades –todos a la vez, en pleno– y se convocaran nuevas elecciones sin su presencia en las candidaturas, el país saldría sin duda ganando, aun a pesar de la enorme crisis que la impostura de los nacionalistas y la incompetencia de los constitucionalistas ha provocado.

Pero lo que importa ahora no es lamentarse de lo ya pasado sino encarar el porvenir. Y para ello será bueno tratar de visualizar los escenarios a través de los cuales podría abordarse desde España –o más bien desde lo que queda de ella– la independencia de Cataluña. Desde mi punto de vista, esos escenarios son básicamente tres, sin que quepa descartar combinaciones de ellos que complicarían el análisis.

El primero sería el del desistimiento: aceptar el hecho de la secesión catalana sin oponer la menor resistencia ni embarcarse en pleitos inabarcables, de esos que duran décadas y, cuando se resuelven, no satisfacen a nadie. En este escenario, se abandonaría a Cataluña a la suerte deseada por los nacionalistas, cortando de raíz cualquier asistencia financiera y cualquier apoyo a la población –salvo, naturalmente, el que obliga a aceptar en suelo español a los refugiados que huyeran de Cataluña–, así como estableciendo lo más rápidamente posible los controles fronterizos requeridos para impedir el contrabando de las mercancías procedentes de la nueva república. Algunas medidas adicionales, por lo demás bastante razonables, podrían ser la exigencia de visado a los residentes en Cataluña y la restricción del tráfico ferroviario y aéreo. Además, España, apoyándose en las prescripciones del derecho internacional, bloquearía el reconocimiento de Cataluña en la Unión Europea, la ONU, la OTAN, la Organización Mundial de Comercio, la OCDE y otros organismos multilaterales. En estas circunstancias, Cataluña experimentaría una severa crisis económica que empobrecería rápidamente a su población, dentro de un ciclo depresivo que, muy probablemente, se extendería sobre no menos de dos décadas. Es precisamente esta experiencia lo que serviría de antídoto contra cualquier otra veleidad independentista dentro de España. Y, por ese mismo motivo, el desistimiento podría llegar a tener un sentido positivo nada desdeñable.

Un segundo escenario es el que me gusta designar con el aforismo "Por la paz, un avemaría". Es el preferido por los partidos de eso que, por desidia y costumbre, designamos como constitucionalismo. También por los socios de España en la Unión Europea, asustados por el barrunto de violencia que subyace en hechos tan graves como los que han tenido ya lugar en Cataluña y los que están por venir. Se trataría de encontrar una solución negociada, con apariencia de legalidad, que diera satisfacción a los nacionalistas –y, por tanto, que aceptara la independencia catalana– a la vez que dibujara un marco de relaciones que abriera en un plazo razonable la admisión de Cataluña en la UE y las demás organizaciones internacionales, a cambio de acuerdos aceptables en materia de reparto de la deuda y de moderación del Gobierno catalán con respecto a la población españolista de la nueva república. Este escenario, aparentemente pacífico, es desde mi punto de vista el de mayor riesgo para España, pues abriría directamente la puerta de la fragmentación del país, empezando, seguramente, por las regiones mediterráneas de habla catalana y, tal vez, el País Vasco –aunque esto último es, en mi percepción, bastante dudoso, pues los nacionalistas moderados de esa región saben que sin España sus cuentas quedarán muy deterioradas, perjudicando así su hegemonía–. Esta disgregación territorial de España podría consumarse en no más de dos o tres lustros.

Y queda un tercer escenario: el de la guerra civil. Se trata de una situación de probabilidad no desdeñable –aunque seguramente baja en este momento– que podría verse potenciada si la independencia catalana se complicase con el movimiento revolucionario que propicia la extrema izquierda, desde la CUP a Colau o desde Podemos a alguna facciones socialistas. Sobre su configuración y sus consecuencias –más allá de la catástrofe que supondría– es imposible decir nada, pues el curso que pudiera llevar estaría determinado por tantos factores fortuitos que se hace inalcanzable cualquier previsión. En todo caso, sería el escenario menos deseable para todos los actores, salvo los nacionalistas y parte de la izquierda.

Esto es lo que hay. El fracaso de España como nación incapaz de configurar su modernidad sin apelar a los viejos demonios familiares, a las rencillas narcisistas que resaltan la diferenciación entre los españoles, a la polarización entre izquierdas y derechas es a lo que lleva. Y lamentablemente no podemos ser optimistas después de lo vivido estos días en Cataluña.

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