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Mikel Buesa

¡No es la economía, es la política, estúpidos!

No es la economía, es la política lo que impide la austeridad.

No es la economía, es la política lo que impide la austeridad.

En el ir y venir de los acontecimientos que, a veces ordenadamente y en otras ocasiones de manera caótica, configuran la vida social, existen ocasiones en las que su intrincada articulación desvela un significado novedoso. Esto es lo que ha ocurrido en España durante la última semana, en la que tras la difusión de los preocupantes datos que ofrece la última entrega del la Encuesta de Población Activa hemos podido apreciar la incapacidad del Gobierno de Rajoy para afrontar la situación económica. El presidente, por cierto, arrancó la semana anunciando, después de reunirse con el primer ministro de Eslovaquia, un ajuste blando –"recortes en algunas partidas", dijo, pero "no como los del año pasado"–, como si las circunstancias no merecieran una mayor alerta. Luego vino la debacle del desempleo, esa cifra superior a los 6,2 millones de parados que revela con nitidez la enorme profundidad de la crisis y, días más tarde, el anuncio de un programa de reformas en el que nada se concreta de manera inmediata, salvo unas previsiones macroeconómicas que señalan que, para los españoles, dentro de la actual legislatura, no hay esperanza.

Al parecer, tan decepcionante notificación ha estado precedida de una severa controversia en el seno del Gobierno, principalmente entre los titulares de Economía y Hacienda, con aditamentos y alineaciones entre los ministerios competentes en materias económicas. La posición del ministro Montoro, arropado por su poder orgánico dentro del Partido Popular, ha salido nuevamente triunfante, lo que no sorprende, pues su conservadurismo –su inmovilismo, más bien– tiene buena acogida en un palacio de La Moncloa habitado por quien ha hecho de la parsimonia virtud de gobierno, en la creencia de que la economía acaba arreglándose por sí misma, sin intervenciones que pudieran suscitar la inquietud de los agentes que ostentan el poder financiero, gestionan las grandes empresas o marcan la línea editorial de los grupos mediáticos internacionales.

Sin embargo, la cuestión estriba en que los problemas de la economía española son ya de tal magnitud que esa pachorra conservadora, envuelta de reformismo blando, ya no sirve. Y no sirve porque lo que finalmente se ha evidenciado es que lo que está en el centro de la crisis no es otra cosa que la configuración misma del Estado. Hace ya algunos años, especialmente cuado la política impulsada por Zapatero puso de manifiesto las fisuras que se habían ido abriendo en nuestro Estado autonómico, hubo quienes denunciamos el riesgo de fragmentación que se abría en España con consecuencias negativas para su desarrollo económico. Yo mismo lo puse de relieve en mi libro La crisis de la España fragmentada, en el que analizaba la economía política de la era Zapatero. Sin embargo, lo que ahora afrontamos no es sólo la fragmentación, sino el hecho contrastado de que ese Estado no es económicamente sostenible, tanto porque sus estructuras políticas se encuentran sobredimensionadas –arrastrando tras de si innumerable despilfarros de recursos– y no es posible arbitrar los ingresos que se requieren para mantenerlas, como porque la propia desintegración del poder impide la coherencia en la política económica.

El de la economía española es, así, en esencia, un problema de naturaleza política. No es la economía, es la política lo que impide la austeridad. El ministro de Hacienda puede tratar de paliar la situación subiendo infructuosamente los impuestos –ahogando de paso los incentivos a la inversión y el ahorro privados– y recortando la nómina de los funcionarios y alguno de los otros capítulos de gasto –afectando severamente, por cierto, a la imprescindible inversión pública–. Pero sus logros, tal como los vemos reflejados en las previsiones macroeconómicas del Gobierno, son estériles, pues lo que se requiere es una reducción del tamaño de todas las Administraciones Públicas, lo que inevitablemente nos enfrenta a la necesidad de una reforma constitucional clarificadora del reparto territorial del poder y de los límites en los que éste ha de desenvolverse, que impida el continuo afán expansionista de quienes lo ejercen.

Es la política también lo que frena una ineludible reforma del Estado del Bienestar que asegure su sostenibilidad. Cuatro son aquí los aspectos que requieren actuaciones urgentes. El primero es el de la corrección de las importantes ineficiencias a las que están sujetos los grandes servicios públicos de sanidad y educación; unas ineficiencias que los estudios disponibles evalúan en torno a la cuarta parte de los recursos que se utilizan. El segundo alude a la modificación de las prestaciones por desempleo, no para recortarlas en su cuantía, sino para limitarlas temporalmente, de manera que no impliquen un desincentivo a la búsqueda de empleo, y condicionarlas a un control real de que ésta tiene lugar. El tercero se refiere al sistema de pensiones y, más concretamente, a la aceleración del efectivo retraso de la edad de jubilación y al cambio del sistema de cómputo de sus cuantías. Y el cuarto, prácticamente inédito, se especifica en una política de familia guiada por el objetivo de favorecer la función reproductiva de las mujeres, asegurándoles a éstas su carrera profesional aun cuando se decidan por la maternidad, garantizando los ingresos que se requieren para el mantenimiento de sus hijos y combatiendo con efectividad su discriminación salarial.

Es la política la que, en este momento, atenaza cualquier acción de gobierno orientada a salir de la crisis. Son las oligarquías locales –las que toman forma en los partidos nacionalistas y también las que se adhieren a las baronías regionales de los mal llamados partidos nacionales, por no mencionar a las que sientan sus posaderas en los ayuntamientos– las que disputan con el Gobierno la reducción de sus despilfarros y las que bloquean cualquier pretensión reformista. Lo estamos viendo en la práctica desactivación de la estabilidad presupuestaria, en la gestación del petardo catalán, en la imposibilidad de fusionar los más de 7.700 municipios –el 95 por ciento del total– que, por tener una población inferior a los cinco mil habitantes, carecen de viabilidad con los recursos que proveen sus vecinos, y en el bloqueo por parte del presidente del Gobierno de cualquier debate sobre la reordenación constitucional de las comunidades autónomas. Y son los poderes sindicales, arropados por una izquierda en descomposición que busca desesperadamente un agarradero ideológico, los que, por otra parte, se enfrentan a cualquier atisbo de cambio en el Estado del Bienestar. A unas y a otros Mariano Rajoy se ha mostrado incapaz de enfrentarse para desarrollar el programa político que le condujo al poder, aun cuando goza del amplio margen que le proporciona su mayoría parlamentaria. Ya se ve que el conservadurismo ramplón no está hecho para el reformismo. Por ello, habrá que esperar a que alguien le diga, parafraseando al Bill Clinton que se enfrentó con George H. W. Bush: ¡es la política, estúpido!

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