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Pablo Molina

Cuando la Junta de Andalucía me hacía regalos

La primera preocupación de los autonomistas fue que no quedara un solo pariente de cargo alguno fuera de la nómina oficial.

Siendo yo un probo funcionario de la administración autonómica, a mediados de los años ochenta, tuve ocasión de comprobar de manera muy directa el rigor presupuestario de la Junta de Andalucía.

En aquel entonces, éste que suscribe desempeñaba sus labores como jefe de un negociado que tenía como función gestionar las contrataciones de obra pública de un sector muy específico de la administración. Pues bien, durante todos los años en que estuve en aquel puesto, cada Navidad tuve el honor de recibir de la Junta de Andalucía una elegante agenda de piel convenientemente grabada con mis iniciales. Esto lo hacían con un jefe de negociado de Murcia –honrado, probo y fiel cumplidor de sus obligaciones, sí, pero, coño, un jefe de negociado de otra comunidad autónoma al fin y al cabo–, y ahí tuve yo una primera pista sobre el rigor presupuestario de los socialistas en la patria chica de González y Guerra. Probablemente el gesto sería recíproco, pues también en Murcia gobernaban por entonces los sociatas, siempre tan pródigos con el dinero del contribuyente; pero como no llegué a conocer a mi par andaluz, nunca pude verificarlo.

Los comienzos del invento autonómico fueron gloriosos en términos financieros. Sin competencias que gestionar, puesto que las que realmente consumen recursos como sanidad y educación se transfirieron mucho más tarde, las legiones de políticos de las comunidades autónomas –casi todas gobernadas por el PSOE– se dedicaron a gastar a manos llenas y en cuestiones tan ociosas como la precitada un dinero que, como años más tarde explicaría cierta sabia egabrense, no era de nadie.

La primera preocupación de los autonomistas fue que no quedara un solo pariente, por consanguinidad o afinidad hasta el cuarto grado, de cargo alguno fuera de la nómina oficial. Como no era plan de someter a las criaturas a los rigores de una oposición, no fuera que se herniaran, decidieron realizar decenas de miles de contratos laborales a dedo, que al cabo de tres años permitieron a sus titulares convertirse en funcionarios de carrera con sólo aprobar un examen restringido, que hubiera sonrojado por su simpleza a los alumnos más torpes de un parvulario medio.

Solventada esta importante cuestión, los responsables del incipiente estado autonómico se dedicaron a renovar edificios y vehículos oficiales, todos ellos víctimas de la sobriedad cuartelera del Franquiense, para que las nuevas autoridades autonómicas disfrutaran del ornato que exigían sus altas funciones como representantes de las nacionalidades oprimidas.

Ya sin familiares que enchufar, y con todos los gastos suntuarios más que cubiertos, la multiplicación del gasto en la prestación de los servicios transferidos, la gestión de las subvenciones públicas para corromper a lo que quedara de sociedad civil y una especial propensión al trinque sistémico mantuvieron sobradamente ocupada a la casta hasta la llegada de la crisis. Ahora las preocupaciones son otras, y además muy candentes, porque la inercia derrochadora del entramado autonómico exige más recursos de los que hay disponibles. La consecuencia directa, como estamos viendo, es que las víctimas tendremos que pagar cada vez más impuestos.

Con un itinerario como el relatado y treinta años consagrados al derroche exhaustivo, enseguida va a obligar Rajoy a las diecisiete nacioncitas a realizar esos esfuerzos de austeridad de los que tanto habla Montoro.

El Estado Autonómico, qué gran invento. 

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