Menú
Pablo Molina

La primavera frustrada del pueblo tunecino

El saldo de la Primavera Árabe no podría ser más descorazonador.

Aunque unos meses antes se habían producido disturbios en el Sáhara Occidental, contra el ocupante marroquí, hay un acuerdo generalizado en que la llamada Primavera Árabe arrancó en Túnez  el 4 de enero de 2011. Ese día un joven vendedor callejero, Mohamed Buazizi, se suicidó prendiéndose fuego en protesta por el maltrato de la policía y la falta de esperanza de encontrar una vida mejor. Las revueltas se sucedieron hasta que Ben Alí, dictador del país desde 1987, huyó en un avión a Arabia Saudí con toda su familia. Más tarde los levantamientos se extenderían a Egipto y a algunos lugares de la Península Arábiga –donde fueron rápidamente aplastados–, destruirían Libia y llegarían a Siria, país sumido en una cruenta guerra civil que dura ya más de dos años, con 80.000 muertos contados hasta el momento.

Túnez fue el inicio de esta oleada revolucionaria, y no porque los tunecinos hubieran agotado su capacidad de aguante bajo el yugo de un islamismo feroz y buscaran desesperadamente un soplo de democracia y libertad, aun a riesgo de sus vidas. Antes al contrario: lo cierto es que el régimen de Ben Alí, tan represivo y corrupto como el resto de las dictaduras que rigen los destinos de los países islámicos sin excepción, permitía ciertas libertades impensables en otros lugares sometidos a los rigores del islamismo wahabita o chií. Como señala John R. Bradley en su imprescindible After the Arab Spring,

Túnez era un país formalmente musulmán en el que el aborto era legal, las escuelas enseñaban educación sexual y las mujeres tenían prohibido cubrirse con el típico velo, al menos en los centros oficiales.

Desde su independencia de Francia, a mediados de los años 50 del siglo pasado, Túnez fue, con enorme diferencia, el país más avanzado en el reconocimiento de derechos a las mujeres en el mundo musulmán; un lugar donde la poligamia era ilegal y cuyo sistema educativo figuraba en los veinte primeros lugares de la clasificación mundial, gracias al legado cultural francés pero también a que era el único país de la órbita islámica que dedicó siempre más presupuesto a educación que a defensa.

Tampoco las condiciones de vida de la población cuando se produjeron los primeros levantamientos eran más penosas que en el resto de los países árabes, sino que, por el contrario, sus estándares eran homologables a los de los países más avanzados, si se dejan de lado las diferencias obligadas entre las zonas desarrolladas y las rurales, como ocurre en cualquier país, por rico que sea en su conjunto. Bradley recoge en su libro algunas estadísticas del Banco Mundial de gran interés, a través de las cuales descubrimos, por ejemplo, que la población bajo el umbral de pobreza en Túnez cuando se iniciaron los levantamientos era del 4%, mientras que en Gran Bretaña, víctima de la recesión mundial, la misma tasa llegaba al 20% por esas fechas.

Sin embargo, había un elemento distintivo que hizo el papel de detonante de las revueltas: la inmensa corrupción institucional, habitual en los países árabes, que gracias a Ben Alí llegó a cotas de auténtico paroxismo, con su numerosa familia –carnal y política– robando a manos llenas mientras la crisis económica se cebaba en los sectores más débiles de la población.

En las primeras revueltas callejeras no había grupos islamistas, dato que contribuyó a despistar a la opinión pública occidental sobre los verdaderos motivos del levantamiento. La razón de la ausencia de radicales islámicos en las primeras grandes manifestaciones populares era muy sencilla: Ben Alí había encarcelado y torturado convenientemente a todos, y los que habían podido escapar de las garras de la Seguridad del Estado estaban en el exilio. Con la huida del dictador, las ergástulas del régimen se vaciaron de activistas islámicos y los que estaban fuera del país volvieron para ponerse al frente del movimiento revolucionario. La inmensa mayoría de los tunecinos quería un puesto de trabajo, no la democracia, razón por la cual los grupos islámicos se hicieron con las riendas de la revolución prácticamente sin oposición. En las elecciones a la Asamblea Constituyente de finales de 2011, sólo el 16 % de los tunecinos manifestó interés en registrarse para ejercer el derecho al voto democrático, supuestamente la aspiración principal de los levantamientos populares, si hemos de creer la versión oficial del buenismo progre occidental. Los partido islamistas, encabezados por el moderado (para los estándares de la zona) Ennahda, sólo tuvieron que movilizar a sus activistas para convertirse en la minoría mayoritaria y, en consecuencia, comenzar a regir los destinos del país.

Más de dos años después de los acontecimientos iniciados con la inmolación en plena calle del joven vendedor ambulante Mohamed Buazizi, la situación de los tunecinos no ha mejorado sustancialmente en lo económico, pero ha empeorado y mucho en lo político y social. De ser el lugar al que los árabes de los países vecinos acudían a olvidar el yugo islámico, con sus salas de fiestas y su ambiente liberal, Túnez es hoy un país tristemente homologable a los de su entorno en el que el islamismo, en sus distintas escalas, se impone a pasos agigantados. En las instituciones pero también en las calles.

Con un Gobierno en el que pugnan por imponerse las distintas facciones salafistas, los acuerdos para elaborar una Constitución en cumplimiento del mandato popular se eternizan y se han llevado por delante hasta al primer ministro, el moderado Yabali, incapaz de formar un Gabinete tecnocrático que sacara al país de la crisis económica y comenzara a gobernar con el simple objetivo de aumentar el bienestar de todos los ciudadanos. Los islamistas, tradicionalmente ajenos a las cuestiones económicas, tienen en su agenda otros objetivos prioritarios, entre los que figura convertir a la sociedad tunecina en un reflejo de los principios del islam según su interpretación ultraconservadora.

Aunque Ennahda, el partido actualmente en el poder, se desmarca de la actuación de estos grupos salafistas, la impunidad con la que han atacado periódicos, cines, teatros, canales de televisión, tiendas de licores y otros establecimientos impíos sugiere un grado de, cuando menos, cierta comprensión gubernamental. El reciente nombramiento de Alí Larayedh como primer ministro podría suponer un cambio radical en esta complacencia del Gobierno con la violencia islámica, por su abierta disposición a controlar a las facciones salafistas y detener a aquellos de sus líderes implicados en graves delitos, como es el caso de Abú Iyad, en busca y captura por el asalto a la embajada estadounidense en Túnez el pasado mes de septiembre. En todo caso, de ser un país que prohibía a la mujer llevar velo en el espacio público, Túnez es hoy, gracias al salafismo surgido tras la revolución, un país en el que grupos radicales atacan a las mujeres que van sin él por la calle, amedrentan a los profesores que todavía se atreven a prohibir esa prenda en sus clases y revientan las actividades académicas en las universidades que mantienen alguna restricción en el uso de la misma.

La dictadura encarcelaba a los opositores o los enviaba al exilio. Bajo la democracia instaurada tras el éxito de la primavera tunecina, ahora se los asesina a tiros a las puertas de sus casas, como le ocurrió a Chukri Bel Aid, líder de un pequeño partido laico, el pasado mes de febrero.

Y todo esto ocurre mientras la crisis económica, uno de los detonantes de los levantamientos de comienzos de 2011, sigue golpeando a la población, con la misma crudeza que entonces. El saldo de la Primavera Árabe, al menos hasta el momento, no podría ser más descorazonador.


© elmed.io

En Internacional

    0
    comentarios