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Pablo Molina

Las culpas inmerecidas en el desastre catalán

Alguna responsabilidad tendrán también los votantes de esa comunidad autónoma en las desgracias que se ciernan sobre ellos.

Alguna responsabilidad tendrán también los votantes de esa comunidad autónoma en las desgracias que se ciernan sobre ellos.
Diada de 2015 | EFE

Rajoy puede que no sea el gobernante más eficaz sobre la faz de la Tierra ni el que se enfrenta a los desafíos institucionales con mayor firmeza y acierto, pero cuando una región entrega mayoritariamente su confianza al partido que más ha robado en la historia reciente de Europa, coaligado con la formación independentista por excelencia y con el apoyo de un grupo marxista antisistema, alguna responsabilidad tendrán también los votantes de esa comunidad autónoma en las desgracias que se ciernan sobre ellos.

Ahora que la crisis definitiva parece inevitable y sus consecuencias especialmente graves, muchos partidarios de mantener a Cataluña dentro de España, de la democracia y la Unión Europea lamentan que el Estado haya estado ausente de la comunidad catalana durante décadas. Hombre, poco parece que hayan hecho ellos por fomentar las señas comunes de identidad españolas y la participación leal de Cataluña en la vertebración nacional cuando todavía había tiempo. Porque la pretendida superioridad de Cataluña respecto al resto de España, su singularidad cultural y los hechos diferenciales –encabezados por la lengua vernácula– han sido blasones compartidos por la inmensa mayoría de catalanes que, mientras se forjaba el desastre actual en las escuelas, la Universidad y los medios de comunicación, presumían, orgullosos, de vivir en un país tan especial.

Desde luego, ninguno de ellos merece vivir sometido al dictado de un grupo de quinquis y leninistas dispuestos a arrasar una de las regiones más prósperas del continente, pero menos aún los que desde el resto de España hemos sido durante treinta años insultados y obligados a pagar la factura del delirio independentista.

Cuando las hordas de antisistemas y okupas obligaban a Artur Mas a acudir en helicóptero al Parlamento regional, los telediarios nos brindaron la posibilidad de asistir a un tremendo espectáculo: los vecinos de los barrios pudientes de Barcelona, asomados a las balconadas y aplaudiendo a la muchachada que prendía fuego a la ciudad. Muchos de esos espectadores privilegiados deben de estar ahora realmente preocupados, por la forma en que parece que va a acabar todo esto. Pues bien, tal vez sea un buen momento para examinar las propias responsabilidades en lugar de endosar las culpas del desastre a los demás. España, ni roba a Cataluña ni la ha llevado a esta locura colectiva. Cuando todo esto pase, quizás sea esa una base adecuada para empezar a hablar.

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