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Pablo Planas

14-M, el funeral de la democracia

Fue una operación de movilización y acoso sin precedentes, en la primera experiencia de agit-prop con teléfonos móviles y mensajes de texto.

El 14 de marzo de 2004 el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero ganó las elecciones con 11.026.163 votos, el 42,59%, y 164 escaños. El PP, cuya cabeza de cartel era Mariano Rajoy, obtuvo 9.763.144, un porcentaje del 37,71 y 148 escaños. Los socialistas habían logrado 39 escaños más que cuatro años antes; los populares habían perdido 35. En los tres días que siguieron a los atentados del 11-M se había consumado un vuelco espectacular.

Hasta el ataque terrorista, las encuestas apuntaban a la victoria del PP, cuya campaña discurría por los derroteros propios de su candidato, poco interesado en batirse en el cuerpo a cuerpo con el candidato socialista, uno de cuyos eslóganes era "ZP, Zapatero Presidente". Era asumir un riesgo innecesario cuando todos los sondeos insistían en un tercer mandato consecutivo del partido conservador. El análisis más extendido era que el PSOE no había logrado rentabilizar ni el "Nunca mais" del chapapote ni el "No a la guerra", que su cabeza de cartel aún no estaba preparado para acceder al poder y que el grueso del electorado del PP que le había dado una mayoría absoluta a Aznar se mantenía fiel al sucesor presidencial.

Las excepcionales condiciones en las que se desarrolló el último tramo de la campaña, oficialmente suspendida el jueves de los atentados, y la atípica, por decirlo de algún modo, jornada de reflexión resultaron cruciales para que la "fiesta de la democracia" se pareciera más a un funeral y acabara en la apoteosis de Zapatero en el balcón de Ferraz.

Los primeros signos del inesperado triunfo se detectaron en la manifestación del viernes 12 en Barcelona, cuando los ministros Josep Piqué y Rodrigo Rato tuvieron que abandonar precipitadamente el acto por un aparcamiento subterráneo. Comenzaba a extenderse la consigna de que el Gobierno ocultaba información sobre el atentado, que incidía en la posibilidad de que hubiera sido Eta porque eso le beneficiaba electoralmente, mientras que la autoría islamista era el presagio de una derrota segura.

El momento cumbre de esta estrategia llegó a primeras horas de la tarde del sábado, el día de reflexión, cuando los medios afines al PSOE anunciaron las concentraciones ante las sedes del PP con el formato de noticia-convocatoria. La programación habitual no sólo quedaba interrumpida por las novedades sobre la investigación y las primeras detenciones, también por lo que en principio parecía una pequeña concentración poco espontánea en la calle de Génova en Madrid.

Bastaron un par de horas para que todas las sedes populares de España fueran rodeadas en una operación de movilización y acoso sin precedentes, en la primera experiencia de agit-prop con teléfonos móviles y mensajes de texto. La sorprendente capacidad de improvisación del PSOE convirtió aquel 13 de marzo en un momento crucial de la historia de la democracia en España, como el 23-F o el 13 de julio de 1997, cuando Eta asesinó a Miguel Ángel Blanco tras un secuestro de dos días. La situación era excepcional. Se habían iucumplido todos los preceptos democráticos y España se abocaba a una jornada electoral en medio de una convulsión orquestada y jaleada por el partido socialista.

Aquel 13 de marzo todo valía. Rajoy había decidido tomar las riendas de la situación y pidió salir en TVE. Se le desaconsejó, tanto en el partido como desde el propio ente. Se le advirtió de que si comparecía ante las cámaras de la televisión pública el PSOE recurriría a la Junta Electoral Central y, además, pediría aparecer acto seguido, con la ventaja obvia de poder responder al mensaje que fuera a dar Rajoy. Y así pasó, con la diferencia de que Zapatero encomendó a Rubalcaba la tarea. Si Rajoy se había quejado del cerco a las sedes, Rubalcaba animó a los manifestantes a permanecer frente a las sedes y, de paso, acusó al Gobierno de mentir y engañar a los españoles.

A media mañana del domingo las encuestas a pie de urna anunciaban el cambio. Sin embargo, la distancia era mucho menor de la que se temían los estrategas electorales del PP, entre los que cundió la impresión de que el PSOE se había pasado de frenada, que el incendiario sábado había contribuido a despertar a una parte del electorado popular que percibió con nitidez el sesgo de la operación de acoso y derribo tras el 11-M, el grave riesgo que corría la misma democracia si el PSOE arrasaba en las urnas. Hubo incluso quien respiró aliviado en el PP, puesto que ni el PSOE había logrado la mayoría absoluta ni Rajoy había perdido por tanto después de todo lo que había pasado desde la nefasta mañana del jueves anterior. En la semanas siguientes el PP registró un notable aumento del número de afiliaciones, Zapatero retiró las tropas de Irak, se organizó una comisión en el Congreso para solemnizar las acusaciones contra Aznar, se establecieron las bases para negociar con Eta y se abrió el periodo más tenebroso en nuestra historia reciente.

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