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Pablo Planas

Aylan y los niños de Las Ramblas

Hay altos cargos en la Generalidad a quienes parece que la mejor forma de combatir el terrorismo es limpiar el escenario del crimen.

Dos años hace que Aylan Kurdi, un niño sirio de tres años, embarrancó muerto en una playa turca. Vestía camiseta roja y pantalones cortos oscuros. El cadáver estaba boca abajo, en la frontera de la marea, roto, una silueta sin rostro. La macabra fotografía dio la vuelta mundo como testimonio irrefutable de la tragedia de la población que huía de la guerra en Siria, un conflicto ignorado en la retraída Europa.

La difusión de la fotografía del cuerpo de Aylan desbordó la censura, el olvido y la indiferencia. Turquía advertía al mundo sobre el polvorín sirio y la insoportable presión en sus fronteras (otro patio trasero en Europa) de los aspirantes a refugiados, desplazados de un conflicto en el que el régimen del encorbatado Bashar al Asad bombardea a su propia gente y el Estado Islámico usa a los paisanos como escudos humanos y asesina a destajo porque entre otras cosas prohíbe fumar so pena de muerte. Como en el caso de Aylan no hay equidistancia que valga, se requiere constatar que Bashar Al Asad fue y debiera ser nuestro hijo de puta de referencia ya sólo y de entrada sea por el mero hecho de que es el Estado Islámico sunita quien reivindica las matanzas terroristas en Occidente y no el régimen sirio, una heterodoxa, minoritaria pero panarábica en sus orígenes, deriva de la rama chií en un país mayormente suní.

Corrientes al margen, Aylan se mostró al mundo igual que la niña vietnamita del napalm, Phan Thị Kim Phúc, o el niño sudanés al que parecía acechar un buitre cuando en marzo de 1993 el fotógrafo sudafricano Kevin Carter captó el instante de la criatura vencida a expensas de la bestia carroñera. El fotógrafo ganó un Pulitzer y perdió la vida. Un año y tres meses después de aquella foto se suicidó. En su nota de despedida parecía agobiado por las deudas. La opinión pública mundial le había condenado por haber hecho la foto en vez de auxiliar al crío. Tuvo que pasar un tiempo hasta que se demostrara que el niño había sobrevivido, que el buitre estaba a cierta distancia, que la intervención humanitaria del infortunado Carter no hubiera servido de nada y que el chico murió de adolescente a causa de otras fiebres. No es improbable que si Carter se hubiera metido la cámara en el macuto miles de niños hubieran muerto de inanición. La estampa conmovió al mundo entero, que se volcó en el caso sudanés durante un rato, más o menos lo que una temporada televisiva.

La sangre y los miembros retorcidos en el escenario del crimen es lo que debe distinguir a los mentados niños de los niños asesinados por el Estado Islámico en Las Ramblas de Barcelona, cuyo certificado gráfico de defunción es un tabú absoluto. Las imágenes de la masacre están en internet. Gente hubo que tuvo el cuajo de sacar el móvil antes que atender a los heridos. Más las cámaras de los negocios a pie de calle. Luego llegó el periodismo, el erotismo frente a la pornografía del plasma, tomas distantes, planos generales del campo de batalla. Cierto que hay un cuerpo, a lo lejos, que parece demasiado pequeño.

La condena contra quienes mostraron el reguero de sangre es cuasi unánime. Qué mal gusto, qué insulto a las familias, qué violación de la intimidad de los muertos. La apoteosis del sofisma es que a los asesinos les gustaría que se exhibiera en crudo el efecto de sus atentados para inducir más miedo, como si la foto de un bebé atropellado fuera la onda expansiva del asesinato, la consumación de terror.

Bajo esa regla de tres, las imágenes del Holocausto jamás habrían visto la luz. Los rostros famélicos, los cuerpos amontonados, las miradas perdidas y los huesos a la vista no habrían pasado el filtro del community manager de los Mossos, instruido para aliviar al respetable de la contemplación de la sangre.

Dicen que a los terroristas les placería la moviola de sus hazañas, mientras que los nazis pretendían mantener ocultas las suyas, circunstancia que sustenta la teoría de censurar las matanzas islámicas. Hay altos cargos en la Generalidad a quienes parece que la mejor forma de combatir el terrorismo es limpiar el escenario del crimen.

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