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Pablo Planas

La pútrida iglesia de Junqueras

Resulta que el Ejecutivo catalán era el Gobierno de los creyentes, todos píos, campeones del pacifismo.

Resulta que el Ejecutivo catalán era el Gobierno de los creyentes, todos píos, campeones del pacifismo.
Oriol Junqueras | EFE

"Yo soy creyente y, por lo tanto, cualquier cosa relacionada con la violencia me parece fuera de lugar", le dijo Oriol Junqueras a su abogado delante de la juez de la Audiencia Nacional Carmen Lamela. La misma cantinela emplearon los demás golpistas que le acompañan en la prisión de Estremera. Resulta que el Ejecutivo catalán era el Gobierno de los creyentes, todos píos, campeones del pacifismo. Es una versión que contrasta con el silencio que guardaban los pacíficos exconsejeros cuando pandas de energúmenos tiraban piedras contra los guardias civiles de la casa cuartel de Manresa. O cuando las sedes de Ciudadanos, el PP y el PSC aparecían con los cristales rotos, pintadas y excrementos. O durante el intento de linchamiento de la comitiva judicial que registró la consejería de Junqueras el 20 y 21 de septiembre. Ni una palabra entonces de calma, tranquilidad, mesura y seny. Cero.

En esos y en otros casos, como las amenazas y escraches a políticos no nacionalistas, Junqueras, Raül Romeva, Forn, Turull y Rull no decían esta boca es mía, lo cual es muy raro, dado lo pacifistas que se supone que son y lo mucho que les repugna la violencia. Tampoco abrieron la boca cuando un grupo de energúmenos pateó a dos mujeres por vestir con camisetas de la selección española. No hay ni una sola declaración condenatoria de esos hechos. Ni tampoco de las agresiones a estudiantes de Sociedad Civil Catalana (SCC) en la Universidad Autónoma de Barcelona. Menos aún de los señalamientos a las familias que pidieron una hora más de enseñanza en español a la semana para sus hijos. O sea tres horas en vez de dos. Eso, según Junqueras, era romper la convivencia y atentar contra la escuela catalana. Así es que nadie se inmutó cuando aquellos niños fueron arrinconados en el patio ni menos aún cuando se instó al boicot del negocio de una madre en Balaguer o a manifestarse delante de la casa de una familia en Mataró. Nada de nada.

A esos pedazos de católicos pacifistas les pareció de lo más normal llenar el Parlamento regional de alcaldes y simpatizantes separatistas cuando la proclamación de la república para amedrentar a los diputados de la oposición con sus gritos y sus miradas de odio y suficiencia. Pero lo que es ellos, jamás de los jamases han incitado nada, ni las manifestaciones ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, la Consejería de Economía, la comandancia de la Guardia Civil en Barcelona, la Delegación del Gobierno o el domicilio de ningún alcalde refractario.

Ellos sólo son rebaño de la iglesia catalana, la pútrida secta que acusa al Rey y al Gobierno de los atentados islamistas en Barcelona y Cambrils, la que inocula el supremacismo catalanista en las escuelas concertadas y se alista en la lista del escapado. Sí, unos pacifistas de la órdiga que presumían de 17.000 mozos armados y que todavía gritan que "els carrers seran sempre nostres!", unos flowerpower de tomo y lomo cuya última aportación a la causa del pacifismo mundial son los Comités de Defensa de la República, cuyos pacíficos componentes reventaron carreteras y estaciones el pasado 8 de noviembre para exigir la excarcelación de sus profetas.

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