Menú
Pablo Planas

Para los camareros que no hablan catalán

El proceso separatista es una fábrica de frustración que pone a prueba cada día el sentido práctico del ciudadano catalán.

El proceso separatista es una fábrica de frustración que pone a prueba cada día el sentido práctico del ciudadano catalán.
Jordi Turull, pletórico en la sede de la soberanía nacional | EFE

El ardor patriótico de Jordi Turull, que es el jefecito de la parte convergente de Junts pel Sí, es de naturaleza mística, propensa al martirio, postureo manso. Turull aspiraba a mandar en el nuevo partido de Artur Mas, pero tiró la toalla antes del corte. Sufrió en carne propia los efectos de la distancia entre el dicho y hecho. Es decir, una lección práctica de realismo. Sin embargo, el modosito y levítico Jordi Turull ha vencido la adversidad y porta ahora la antorcha que alumbra la senda de los héroes en un arrebato de trance sobrenatural.

"En las fiestas de Gracia de 2017 ya habremos proclamado la independencia", ha sentenciado, entre robótico y solemne, en un debate organizado por la Assemblea Nacional Catalana (ANC) en el citado barrio de Barcelona. Se las tenía con el teniente de alcalde Gerardo Pisarello, de la cuerda de los comunes podemitas, mano derecha y hemisferio izquierdo del cerebro de Ada Colau. El choque entre el racionalismo de Pisarello (el justo, tampoco mucho) y el romanticismo de Turull dio pie a una frase antológica del prócer convergente: "Antes que las causas de la justicia social se debe conseguir la causa más noble, la independencia".

La desnudez argumental es escalofriante. La causa más noble, dice Turull, con su inmutable rostro de niño encabronado en modo latente. Este empleado del mes del proceso es el prototipo del oficinista con demasiada vida interior, estilo William Foster (Michael Douglas) en Un día de furia, del director Joel Schumacher. El tipo de corbata y camisa de manga corta que no necesita decir: "Cuidado conmigo, que estoy muy loco".

El proceso separatista es una fábrica de frustración que pone a prueba cada día el sentido práctico del ciudadano catalán. Hace un lustro ya que el 11 de septiembre es el último 11 de Septiembre bajo el yugo hispánico, borbónico y carpetovetónico. Y sale Turull con que el año que viene ya, sí, fijo. Turull, que no está ni procesado por el TSJC. Turull, señoras y señores. No olviden ese apellido.

En esa especie de internet profundo que es el separatismo catalán, Turull es un héroe para el varón nacionalista que habla con la tele y sienta cátedra en el bar de la esquina. Al ingenio anónimo de este catalán cabreado se debe un pasquín buzoneado en Moyá, localidad de unos seis mil habitantes enclavada en el interior de la provincia de Barcelona. Se trata de cuatro reglas cuya virtud es recoger con fidelidad absoluta el lenguaje y las creencias populares del catalanismo contemporáneo sobre lengua e inmigración sin la camisa de fuerza de lo correcto.

Traducimos al español:

Primero: Rumanos, chinos y negros no son castellanos. Son rumanos, chinos y negros. Por tanto, se les debe hablar en catalán y no en castellano.

Segundo: A los castellanos que hace años que están aquí y no quieren hablar catalán se les debe hablar en catalán.

Tercero: A los sudamericanos que pasan olímpicamente del catalán se les debe hablar en catalán.

Cuarto: Sólo se debe hablar en castellano a la gente que hace poco que está aquí y quiere aprender el catalán.

Firma el pregón una ignota Comissió pel Català tras esta frase de despedida:

Confiamos en usted. Si no nos hacemos respetar, nadie nos respetará.

Es el verano de los camareros que no saben catalán.

Temas

En España

    0
    comentarios