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Pablo Planas

¿Pero hubo alguna vez un bar llamado Faisán?

En este contexto, en el que se insta a Ruz a empezar de cero y designar, si puede, quiere y los encuentra, a otros cabezas de turco menos incómodos, todo lo que se sabía, lo que estaba probado, queda en suspenso

La unanimidad en la decisión de la Audiencia Nacional de revocar el caso Faisán y devolverlo al juez Pablo Ruz para que siga investigando no sólo es un balón de oxígeno para el candidato Rubalcaba sino una muestra más de la politización de la Justicia, de su adaptación a circunstancias ajenas a su sustancia. Pedirle a Ruz que siga investigando es como mandar repetir el examen de la selectividad al estudiante con el expediente académico más brillante. Ruz no es Garzón, entre otras cosas porque es un juez caracterizado por su rigor a quien es difícil que se le escapen los presos por una cuestión de plazos prescritos.

El voto a favor de esta extraña resolución de jueces en principio no afines al Gobierno se explica como un intento para que el caso no fuera a parar a Irún. Sin embargo, esos votos emiten mensajes muy confusos y que inciden en las dobles varas de medir, en la existencia de una justicia para vips cuyos plazos, exigencias y consecuencias sólo afectan a los poderosos.

¿Qué ha pasado, por ejemplo, con el caso Palau en Cataluña, o con ese extraño trío formado por Prenafeta, Alavedra y el ex alcalde socialista de Santa Coloma? ¿Qué puede pasar con el caso Faisán? Pues de momento, que el escenario para Rubalcaba cambia a mejor y que su cúpula policial gana tiempo, se diluyen las acusaciones y que uno de los mayores escándalos de la democracia puede quedar en papel mojado, material de derribo convertido en escombro jurídico.

La satisfacción de los medios progresistas con esta "revocación" mide el daño infligido a la causa de la Justicia, cuyas últimas resoluciones tienden mayoritariamente a dar apariencia de legalidad a engendros como el Estatuto de Cataluña o facilitar el encaje de los proetarras en las instituciones.

Con el nuevo apaño de la Audiencia respecto al soplo a ETA, el sistema judicial español queda retratado como un fiable servidor del poder político, un instrumento al servicio del Gobierno que provoca dudas sobre la consistencia y la contundencia de fallos como el que ha condenado a diez años a Otegi y Usabiaga; quienes, por cierto, se han tomado el asunto como si no les afectara, seguros de que no llegarán a cumplir ni una décima parte de esa pena. En este contexto, en el que se insta a Ruz a empezar de cero y designar, si puede, quiere y los encuentra, a otros cabezas de turco menos incómodos, todo lo que se sabía, lo que estaba probado, queda en suspenso, hasta el punto que, como Jardiel respecto a las once mil vírgenes, sólo cabe preguntarse si hubo alguna vez un bar llamado Faisán.

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