No sé que pasa en nuestro país, pero cuando juega la selección nos transformamos, nos dejamos la piel, ponemos bajo castigo la paciencia y queremos abrazarnos todos, los 40 millones de argentinos, en el mismo momento y en el mismo lugar. Muchos equipos envidian esa pasión, la que mostramos cuando suena el himno. Muchos desacuerdos quedan en el olvido, se aparcan las miserias y perdonamos a nuestros peores enemigos, sólo porque se visten de celeste y blanco. Los de afuera son de palo. En ese instante nos sentimos tan fuertes y tan duros que pueden venir alienígenas a invadirnos, que les presentamos batalla, sin dudar un solo momento de que la victoria quedará de nuestro lado.
Somos un pueblo donde están mezcladas la filosofía española, italiana, francesa, alemana, judía, indígena, japonesa, inglesa... En definitiva, una mezcla de alta combustión. Pero se ve que en su momento fue el único hecho aglutinante para poder juntar a todos los habitantes de un país bajo una sola bandera. Y salió bien.
Décadas después seguimos sintiendo esa sensación de euforia, de valor y nervios antes de un partido. Incluso la gente a la que no le gusta el fútbol se sienta a ver los partidos y a vivirlos como si fuera una película digna de un Oscar. Es complicado mojarle la oreja al destino, pero somos capaces de lo mejor y lo peor. Así somos. Y esto tiene un nombre propio y una definición.
Somos argentinos. Tenemos a Messi, pero no tenemos equipo. Tenemos a Maradona en el banquillo, pero no tenemos entrenador. Muchos se preguntan si no sería mejor míster el mismísimo Stevie Wonder. Pero allí estamos, listos, para hacer lo mejor que sabemos: competir. Se trata de eso, ¿no?