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Pedro de Tena

Aguando la fiesta

Cualquier constitución democrática debe sustentarse al menos en un grupo de partidos, talmente los mayoritarios, que renuncian definitivamente a los programas máximos concebidos en la soledad de sus ideologías.

Lamento aguar la fiesta constitucional a sus devotos, pero me parece un ejercicio de hipocresía sin sentido que nos pongamos todos juntos alrededor del fuego tribal a lanzar vivas, inciensos y cánticos a la Constitución de 1978. Recuerdo bien –que uno ya tiene sus años–, que aquel texto legal fue despreciado desde el principio por las izquierdas y los nacionalistas. Las izquierdas, de origen marxista fundamentalmente, nunca detectan en ninguna constitución "burguesa" algo propio, algo esencial de sí mismas. Como siempre desde La Cuestión Judía de Marx, los derechos humanos no son más que la expresión de una moralidad jurídica burguesa y vacía. Recordemos al propio Marx para que vuelva a decir lo que dijo: "Ninguno de los llamados derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, del individuo replegado en sí mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada y disociado de la comunidad".

Recuerden que los derechos humanos incluyen la libertad de conciencia y el derecho a practicar cualquier culto así como las demás libertades democráticas, de opinión, expresión y reunión. Naturalmente, comprenden asimismo el derecho a la propiedad privada, a la igualdad ante la ley y a la seguridad. Estos son los hoy reconocidos nominalmente como "derechos humanos" por toda la humanidad y avalados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Pero no contento con su idea vertebral, Marx añadió renglones:

La emancipación política es la reducción del hombre, de una parte, a miembro de la sociedad burguesa, al individuo egoísta independiente y, de otra parte, al ciudadano del Estado, a la persona moral. Sólo cuando el hombre individual real recobra en sí al ciudadano abstracto y se convierte, como hombre individual, en ser genérico, en su trabajo individual y en sus relaciones individuales; sólo cuando el hombre ha reconocido y organizado sus forces propres como fuerzas sociales y cuando, por tanto, no desglosa ya de sí la fuerza social bajo la forma de fuerza política, sólo entonces se lleva a cabo la emancipación humana.

Dicho de otro modo más explícito, sólo siendo ciudadano de un Estado dirigido por un partido con visión clara del movimiento íntimo y dialéctico de la historia se es un ciudadano emancipado. La historia, como sabemos, ha dejado este planteamiento en el cubo de basura y los hechos, que sí importan a pesar del "peor para ellos" de Lenin, han revelado cuantos crímenes, sufrimiento y miseria puede generar tal afirmación llevada al límite.

En 1978, aún no había caído el muro de Berlín. Es más, Juan Benet podía incluso despotricar contra la traición de Solzhenitsyn al gran Estado soviético. Fíjense qué cosa. Ni socialistas ni comunistas podían creer en el texto constitucional porque, desde sus puntos de vista teóricos, dicha constitución no les "constituía". Los nacionalistas –partidos decimonónicos anclados en pesadillas de raza y territorio, de espíritu nacional y privilegios– consideraron, como las izquierdas, que aquella Constitución sólo significaba un escalón en su aventura independentista. El PNV lo dejó tan claro que ni siquiera apoyó el texto constitucional, texto que sí votó, sin embargo, el pueblo vasco. Los nacionalistas catalanes, más pragmáticos, siempre han creído en una batalla a largo plazo por la plena identidad nacional mientras las alforjas del dinero vayan succionando los cuartos de la odiada España.

Vistas las cosas con crudeza, parece que en conjunto sólo el centro franquista, que eso era aquello, devenido bajo la forma de papilla multiforme en UCD y la derecha fraguista, creyeron en la Constitución. Seguramente, el único político con buena fe de aquel entonces fue Adolfo Suárez y no negaría yo ese lugar de privilegio a algunos socialistas, liberales y herederos de Franco ilusionados con que todos los demás asumían sus puntos de vista. La nueva España, centrada, plural, descentralizada, moderna y unida debería ser la palanca del futuro. Y seguramente lo habría podido ser si todos hubieran creído en ese proyecto como algo decisivo y definitivo. Pero hoy, treinta años después, sabemos que no fue así y que no es así. Seguirse engañando es una locura. Decía Tomás de Aquino en su gran libro y respondiendo al abad Aparicio que el entendimiento no se engaña en cuanto a la esencia de cada cosa pero que puede haber falsedad per accidens en la operación intelectual. No, amigo mío. El entendimiento sí que se engaña en cuanto a la esencia de las cosas. De hecho, muchos nos hemos estado engañando respecto a la naturaleza de esta Constitución y el grado de asunción que suscitó y suscita.

La democracia, cualquiera que sea su régimen concreto, implica una esencia liberal profunda, una fe liberal indudable. Cualquier Constitución que la encarne y le sirva de marco tiene que responder a la creencia de que sus normas fundamentan y marcan el ámbito de la convivencia nacional y de la adopción colectiva de decisiones. Esto es, cualquier constitución democrática debe sustentarse al menos en un grupo de partidos, talmente los mayoritarios, que renuncian definitivamente a los programas máximos concebidos en la soledad de sus ideologías y que sitúan la concordia civil y social por encima de las utopías abstractas. Tal convicción impone el exquisito cuidado de las reglas de juego, el respeto al adversario de cuya honestidad jamás puede dudarse, puesto que son posibles soluciones diversas para los mismos problemas, la veneración de lo público por ser de todos –dinero, instituciones y destino– y por supuesto la igualdad de oportunidades vitales para todo ciudadano nazca donde nazca y viva donde viva.

Pero, ¿es eso lo que hemos tenido en España desde hace treinta años? ¿O, por el contrario, hemos sufrido un endiablado juego de apariencias bajo el cual ha latido el impulso disgregador particularista, el desprecio por las formas y las reglas de juego "burguesas", la mentira y el engaño como maneras habituales del comportamiento político y el desdén hacia todo lo público, ya sea el dinero –robado a mantas con fines partidistas–, o las instituciones y poderes del Estado considerados meramente como instrumentos al servicio de cada partido ganador o aspirante a la victoria? El fin de cada cual ha justificado los medios, de modo que el maquiavelismo antinacional, antidemocrático, amoral y basto se ha apoderado de muchos. Y esto, hermanos, ha salido justamente de esta Constitución, de sus agujeros negros y de sus células cancerígenas. Como decía el maestro del toreo: "Sólo se llega de banderillero a gobernador civil degenerando". Mutatis mutandis. O sea, que a España no la conoce ya ni la madre que la parió.

Lo que hoy necesitamos es otra cosa. ¿Hay al menos dos proyectos políticos mayoritarios que quieran sustentar un nuevo diseño constitucional de futuro que deje a la mayoría democrática y moderada de España y a las minorías donde tienen que estar? ¿Hay al menos dos proyectos políticos sensatos y maduros capaces de comprometerse moral y públicamente en el respeto de las nuevas reglas del juego? Tal vez si los más lúcidos y generosos de entre los hombres y mujeres del PP y del PSOE, sin olvidarnos de otros tan razonables o más que están en otros partidos, fueran capaces de reflexionar conjuntamente, se llegase a alguna conclusión salvadora. Pero, con este PSOE que tenemos y este centro derecha que sufrimos, no me cabe otra cosa que la profecía y profetizo que el deterioro nacional y político de esta España seguirá anestesiando poco a poco todos nuestros cuerpos y nuestra almas y que cuando se llegue al final... pues eso. Fin. Sí, estoy aguando la fiesta pero, con el gordo Falstaff, cantemos su canción de apoyo al sherry: "No importa donde llegue el agua mientras no llegue al vino".

En España

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