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Pedro de Tena

Cansancio infinito de España

¿Qué hacer cuando los políticos que dicen amarla y respetarla trafican con las palabras y hacen lo contrario de lo que dicen?

A veces uno se detiene y siente sobre sus huesos el cansancio infinito. No es el cansancio del día de trabajo, ni el cansancio de un esfuerzo sostenido. No es sólo cansancio mental, intelectual, de la atención o el juicio. Es un cansancio general, espiritual, casi metafísico. Es como una conclusión de imposibilidad acerca de algo. Es la rendición de la vida ante lo que es más fuerte que ella.

Yo siento en estos días un cansancio infinito de España. ¿Qué puede hacer uno, o algunos, cuando España no quiere ser, no quiere sobrevivir como entidad nacional identificadora de centenares de millones de personas que la perciben como referencia en el mundo? ¿Qué hacer cuando millones de quienes han nacido en esta tierra odian su denominación y prefieren creer cualquier leyenda negra antes que investigar los hechos? ¿Qué hacer cuando unas minorías regio-nacionalistas –ese nacionalismo sí es justo, necesario y competente, no el español, claro– clavan sus banderillas separatistas en el lomo del noble toro que se negó a usar sus mismas armas, la ley del Talión y el ojo por ojo e incluso el derecho a la defensa propia y ahora parece agonizar en el ruedo ibérico? ¿Qué hacer cuando los políticos que dicen amarla y respetarla trafican con las palabras y hacen lo contrario de lo que dicen? ¿Cómo extrañarnos de que las otras naciones perciban la debilidad de España y se lancen sobre ella como lobos para esquilmarla y arruinarla durante generaciones?

Naturalmente, estoy sintiendo, no razonando. Decía Bergson, el gran filósofo francés, que la inteligencia daba vueltas y vueltas alrededor del objeto de su interés y no podía llegar directamente a él sino por sucesivas aproximaciones, siempre imperfectas e inexactas. La ciencia mide, cuenta, compara, clasifica, estudia cómo es la cosa, pero no puede ir a la cosa misma. Por ello rescató la intuición, una especia de instinto protector del hombre que era capaz de ver con claridad inmediata el ser de las cosas. Un ejemplo: la simplicidad del cálculo de mi mano cuando algo me pica en un brazo o una pierna; sin dilaciones ni ecuaciones va mi dedo y rasca justa, exacta, certeramente donde ese algo me pica. Hoy vemos cómo las palabras, las razones, los argumentos se torturan sin miramiento para que digan cualquier cosa menos lo esperable y cómo la retórica y la demagogia se llevan por delante siglos de razonamiento riguroso, fundado en los hechos y la experiencia.

Hicimos una transición a la democracia en la convicción de que todos los que dijeron aceptarla eran sinceros demócratas, convicción que cualquier intuición primaria hubiera rechazado por absurda en un segundo. Se impuso la formalidad de la inteligencia a la certeza de la intuición. Ni los nacionalistas catalanes y vascos aceptaron nunca la España democrática, ni las izquierdas respetaron las reglas del juego de la democracia "burguesa". La experiencia es clamorosa, clara, iluminadora.

¿Qué hay que hacer ahora?

Y justo en este punto sobreviene el cansancio, el cansancio infinito, el paso previo a la rendición, como ya advirtió Clausewitz.

En España

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