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Pedro de Tena

El infierno empieza por el paraíso

Yo me siento persona, esto es, algo sustancial y esencial, previo, diferente del Estado y de la sociedad, de la clase, del grupo o de cualquier masa o masita totémica.

Es evidente que al público de izquierdas le encanta el paraíso. Nombrarlo, sobre todo. O poseerlo como objeto imaginario. Es más, se sienten diferentes de otros públicos humanos –no de izquierdas y por ende, menos humano que el suyo (sólo la izquierda puede ser strictu sensu humana)–, en que son capaces de desear un paraíso. Concebirlo es incómodo. Detallarlo, imposible. Yo, que fui de izquierdas, también nombré mucho a la utopía, sinónimo laico de paraíso, como se sabe, una herencia de las religiones monoteístas, sobre todo, del cristianismo. Tardé mucho en comprender que, como dijo no se sabe bien quién, "los que quieren traer el cielo a la tierra acaban convirtiendo la tierra en un infierno".

Podríamos intentar un análisis fenomenológico, lógico e incluso metafórico de la idea del "cielo en la tierra", pero no hace falta ser un Premio Nobel para cerciorarse de que en el fondo de la idea del "cielo en la tierra" está la idea previa de que el ser humano, cada uno de nosotros, puede ser un ángel capaz de vivir adecuadamente en un cielo. Y esa es otra idea procedente de la izquierda. A saber, que el ser humano es, en realidad, divino. O mejor, no hay nada divino que no sea humano. De hecho, Dios no es más que nuestra propia sublimación una vez despojados de impurezas y adherencias. Dicho de otro modo, de no ser por las circunstancias, los hombres podríamos llegar a ser como dioses, lo que recuerda, terriblemente, la escena de la expulsión del Paraíso.

Pero yo no quiero el paraíso que iguala a las almas y a los cuerpos en un más acá que termina con la diferencia, la identidad y la autoconstrucción de la personalidad y la trayectoria vital. Yo no quiero el cielo en la tierra, sino una tierra decente y posible para todos los seres humanos que nazcan en ella y de los cuales me siento responsable, mis iguales, hermanos míos. Yo no quiero una utopía abstracta por meta sino unas condiciones de vida imaginables, definibles y comprobables que hagan posible la libertad de cada persona para hacerse la vida que sean capaces de hacerse con su esfuerzo y con medios parejos a los demás. Yo no me siento un ángel, sino una confusión de bienes y males que tiene necesidad de la libertad y de la ley, del discurso y del diálogo, de la soledad y de la compañía. Yo me siento persona, esto es, algo sustancial y esencial, previo, diferente del Estado y de la sociedad, de la clase, del grupo o de cualquier masa o masita totémica.

Y por eso soy demócrata. Liberal. O casi. Soy capaz de decidir mi destino, mi vida y, con todos ustedes, señoras y señores, la vida de la sociedad en común que formamos. Y por ello no quiero utopías, ni cielos, ni paraísos. Quiero programas sencillos, claros, concretos y quiero poder civil para defenderme con ustedes de los partidos que incumplen, mienten o prometen lo imposible. No quiero más. El resto, lo haré yo mismo, con mi familia, con mis ganas de vivir y con mi amor a la decencia, la libertad y la competencia. Porque ese es el problema: pensar en el paraíso paraliza la voluntad de ser y de hacer.

En Sociedad

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