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Pedro de Tena

La gran verdad es mentira

Nos ha tocado comprobar de nuevo esa descomposición malsana y letal que corroe a la izquierda ya sin norte.

Cuando yo era todavía más inexperto e irracional que ahora, que ya es decir, consideraba que las izquierdas, la política y, desde luego, la sindical, poseían un nivel de moralidad personal e institucional superior a las derechas, fueran conservadoras, liberales o extremas. Era, lo sé ahora, una herencia de aquel marxismo estudiado con pasión en los años mozos y de un primer anarquismo siempre latente en los corazones jóvenes que no piensan porque se conforman con latir fuerte. Pero el paso del tiempo fue sembrando de dudas y contradicciones aquellas primeras creencias en las que me instalé, y al final, demasiado tarde para mi lírica, sentencié que los proyectos de la izquierda no conducían a otro lugar que no fuera un Estado totalitario o al caos, según el bando.

Pero lo que nunca pude imaginar es que la falta de moralidad y de vergüenza fuera tan intensa en las oligarquías de la izquierda española. Idealizados los comienzos del socialismo y del anarquismo en España, desde las predicaciones de Lafargue, Iglesias o Facundo Perezagua a las de Giuseppe Fanelli en el flanco libertario, todavía tardaría años en comprender que la amoralidad se deduce de los principios, sobre todo en el caso del marxismo. Por ello, cuando me tocó en suerte el caso Juan Guerra mientras ejercía de corresponsal y delegado en Andalucía de un periódico recién nacido, comencé a experimentar la repulsión profunda hacia unos comportamientos que indicaban a las claras la mentira profunda de la propaganda que hace a la izquierda depositaria de la defensa de los pobres y de la utopía de la felicidad general. Un largo artículo publicado en su Magazine sobre el hermanísimo comenzaba diciendo: "La gran verdad es mentira", conclusión de un cuento ruso que me contó una preciosa rusita del exilio español que vino como traductora al Mundial de Ajedrez de Sevilla, dos años antes.

Esta semana, tras años de ir comprobando cómo el cuento de la izquierda ha ido perdiendo estética en el teatro sociopolítico español, nos ha tocado comprobar de nuevo esa descomposición malsana y letal que corroe a la izquierda ya sin norte, y que afecta, y de qué modo, al sindicalismo de clase, sí, de la peor clase, aquel que convierte las necesidades de los trabajadores en instrumentos de la buena vida para su oligarquía. Estamos hablando de grupos de personas que controlan el dinero y el aparato de la organización y que con los recursos de los trabajadores y del Estado (esto es, de todos los ciudadanos) se atribuyen sueldos y sobresueldos y gozan de buena vida mientras, insensibles sin perdón, despiden a decenas de sus trabajadores por la crisis, dicen.

Decía un viejo militante obrero que la única fuerza verdadera de la izquierda era la ética, por la propuesta de que compartir nos hace más humanos y mejores. Podríamos aceptarlo como una opción si se dejara en libertad a cada ciudadano para decidirlo (por ejemplo, si mis impuestos tienen o no que ir a los sindicatos, o a los partidos, o a la Iglesia) y no se impusiera una distribución por la fuerza del poder. Pero es que la conducta de los dirigentes de la UGT Andalucía, con un 37 por ciento de paro y casi medio millón de familias sin ingreso alguno en la región, es de juzgado de guardia. Y encima se manifiestan contra la falta de empleo (después de despedir a 150 de sus currelantes). Esto es algo más que cinismo. Es perversión de la conciencia. Indiscutiblemente, la gran verdad de esta izquierda es simplemente mentira.

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