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Pedro de Tena

La risa floja

Fue justo cuando terminó de dar las gracias cuando la escuchó, aunque al principio no le dio importancia.

–Muchas gracias –finalizó el candidato mientras parecía ascender a los cielos con los ángeles, arcángeles, querubines, serafines y demás coros celestiales dejando abajo el éxtasis purgante de sus militantes.

Subía los brazos, abría las manos y separaba sus dedos componiendo el símbolo de la victoria y los bajaba a ras de suelo para recoger los claveles blancos de invernadero de plástico que le arrojaba un escuadrón recién entrenado para la ocasión. Lo inventó Nerón, el gran prestidigitador político. No, los claveles no. Nerón sabía de lluvia de pétalos de rosa, como las que asedian a las vírgenes del Sur en las madrugadas de la Pasión pero no de claveles. Contrataba a miles de adolescentes para que le ovacionaran en los lugares por los que pasaba, con la exigencia dramática de que su afecto pareciera sincero y espontáneo. Qué antiguo es todo.

El candidato sabía que había estado bien. Él notaba esas cosas. Era un experto en estados de ánimo de la gente, sobre todo de la gente reunida. Llevaba años dedicado a la política y adivinaba de manera inmediata e intuitiva si había emocionado a la parroquia o si, por el contrario, la había anestesiado.

Fue justo cuando terminó de dar las gracias cuando la escuchó, aunque al principio no le dio importancia. Era tenue, apagada, como sorda e incluso como muda.

Primero parecía el llanto de un niño. Luego, el run run de la chochera de un abuelo. Finalmente, fue abriéndose paso autoritariamente entre los murmullos y los comentarios hasta que quedó sola en el auditorio. En efecto, era una risa, una risa floja. El asunto de la risa floja es controvertido puesto que no se sabe por qué se le llama floja a una risa. Parece que tiene que ver con una risa no sujeta. La risa sujeta es esa que se esboza entredientes. La que se reprime para no perder el puesto de trabajo. La que se prohíbe ante un exabrupto sexual. La que se domeña ante el sufrimiento ajeno, a veces tan gracioso para los sanos. La risa floja, sin embargo, es la risa liberada de conveniencias sociales, de prejuicios e incluso de la más elemental prudencia.

La risa floja es como un ataque de nervios, pero sin parecerlo. No tiene que ver, pues, con el nivel decibélico de su proclamación, sino con la tensión de la voluntad que se supone debe controlarla. Bien, aquella era una risa floja, no controlada, liberada, suelta, totalmente suelta. Al principio, nadie le dio importancia porque, aunque ya Bergson, en su ensayo sobre la risa, consideró que la risa puede contagiarse y que Gustavo Le Bon y el propio Freud consideraron que las masas se lo contagian todo incluso la risa, aquella risa no parecía conllevar ningún virus que forzase el contagio. Lo grave fue cuando aquel señor, un gordito que se llevaba las manos a la boca para reconducirla a la media sonrisa, que se hacía entera por momentos y que terminó desembocando en risa queda primero y luego risa abierta, terminó riéndose. Dos segundos después, una señora con gorrito de lana, reía también. A los dos minutos, media sala reía quedamente, como avergonzada. Luego, la risa perdió el miedo y quedó libre y floja. Fue entonces cuando el asesor del candidato, que se quitaba el sudor entre bastidores, murmuró:

–Querido candidato, hay media sala riendo. Los periodistas están tomando nota. Algo hay que hacer.

Se equivocaba. Nada podía hacerse. El contagio estaba en marcha. Al poco tiempo, se supo, España entera estaba riéndose de los políticos con una risa floja interminable.

En España

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