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Pedro de Tena

Un atila, dos púberes, dos beodos y demás astracanada española

Pues sí, esta es la astracanada que nos ocupa en esta hora, más estúpida que amarga, de la vida española.

Pues sí, esta es la astracanada que nos ocupa en esta hora, más estúpida que amarga, de la vida española. No se olvide quién fue don Pedro Muñoz Seca, cultivador del género, que llamar obra de subgénero a todo un Don Mendo es mendacidad literaria. Ha escrito algún crítico que la astracanada consiste en la presencia en el escenario de un fresco, al que acompaña un grupo de mentecatos, todos ellos implicados en una intriga cantinflada llena de dobles sentidos, mentiras y disparates de modo que todo signifique lo que le dé la gana al respetable. Cuando la astracanada es genial como la del portuense, sobrevive incluso a los que trataron de asesinarla. Pero cuando es fruto de idiotas, banales y ambiciosos de pacotilla sin altura moral siquiera para reírse sí mismos, entramos de lleno en el ridículo, que, cuando se hace insoportable, suele terminar en tragedia.

Se abre el telón y aparece en escena don Pedrisco, un atila dotado de una ambición y unas pretensiones inenarrables pero que van camino de batir todos récords de la ceguera total. Pierde unas elecciones y obtiene el peor resultado de la historia de su partido. En vez de dimitir, se aferra al cargo y aspira a presidir el gobierno del reino y a dictar sobre su facción. Para conseguir lo cual va camino de destrozar lo que queda del día en Ferraz y, de paso, en su nación. ¿Cómo permite su horda que un fresco de estas dimensiones le desacredite, o algo peor, dos generaciones o más? Es inexplicable salvo por sus dos defectos de fábrica desde 1879. Uno, la convicción en su superioridad moral sobre el resto de los mortales (una figurante, la Simploche, lo explicó diciendo que ser de izquierdas era ser buena y querer el bien de todo el mundo, claro, claro, asentía su psiquiatra) y su tendencia a no respetar las reglas de juego cuando no le convienen. Los defectos se hicieron irreparables con la reinvención de aquel Felipe de su vida que pudo hacer una patria inmensa y común y prefirió hacer un patio particular de la casa de su secta.

Junto al bárbaro, un malvado púber, tal vez todavía impúber, el Joffrey de Vallecas (ya que le encanta el maquiavélico Juego de Tronos, donde los ciudadanos, por cierto, no existen), que, a diferencia del original, sonríe mientras ejecuta, corta lenguas o usurpa a los indignados y quiere ser rey de lo que sea y como sea. Por la derecha aparece otro púber, Bertito, un eterno Nenuco, con cara de san Tarsicio, que da una conferencia sobre cómo sostener la tela de araña andaluza y otras degeneraciones hablando sin cesar de centrismo, renovación y ética públicas. Para su condenación, se disfraza de caballo de Atila con su Conan el Alero encima y galopa hacia el estropicio vacío de la nada. Pero ojo, que hay caballos, como el de Calígula, que llegaron a ser senadores romanos.

Finalmente, dos beodos, uno, el lince de Pontevedra, que no percibe su inminente desaparición por el foro ni el inmenso patrimonio político que ha destruido mientras sufría los efectos del alcohol del poder, y otro, el garzonazo de IU, que ha vendido por un plato de lentejas a su lobo feroz la más noble herencia del comunismo patrio, que fue la posibilidad de reconciliación nacional, estúpido, y la convivencia de todos en un marco compartido. Y luego emergen las chusmas tribales, todas ellas de las Tierras del Norte escasamente romanas, preeuropeas y precientíficas, jugando a inmolarse ante reyezuelos sin escrúpulos y aislados del mundo mundial, infectados por la enfermedad mortal de la identidad identitaria de los valles perdidos.

Con todos los personajes sobre las tablas, ahora hace falta un genio como Muñoz Seca para rematar la astracanada e impedir que, por falta de talento del público y los personajes, se pase de caricatura a tragedia. Yo no sé.

Sabed que España es la menda
y que la menda es la monda,
Pero también que tremenda
es la españalada honda
que acaba con monda y menda.

Abajo el telón.

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