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Pedro Fernández Barbadillo

Felipe González, un vegetariano caníbal

La pena de muerte que aplican los gobernantes hipócritas que han abolido la pena de muerte legal es mucho peor que ésta: no hay juicio, no hay acusación, no hay pruebas, no hay defensa, no hay deliberaciones, no hay peticiones de gracia, no hay indulto...

No soy caníbal. Aunque me ofreciesen un muslo de Charlize Theron o un brazo de Rafa Nadal para probar lo que me estoy perdiendo, lo rechazaría. Supongo que el ex presidente Felipe González tampoco es caníbal. Al menos no he oído nada al respecto, como esos rumores que corrían por Madrid en los años 20 de que todos los días se mataba a un soldado en Palacio para dar de beber su sangre al príncipe de Asturias hemofílico. Toda norma general, sea legal u ortográfica, tiene alguna que otra excepción. Si Felipe y yo viajásemos juntos en avión, como en esos chistes de "Van un francés, un inglés y un español juntos...", el avión se estrellase en los Andes y el superviviente, sea quien fuese, tuviera que comer algunos trozos del cuerpo del muerto, no creo que eso nos convertiría a él o a mí en émulos del doctor Aníbal Lecter ni mereceríamos una sentencia de cárcel. De ser yo el muerto, no le reprocharía que le diese un bocado a mi cuerpo.

No, Felipe González no es caníbal; pero yo creía que estaba contra la pena de muerte. Entre toda la demagogia que nos tuvimos que tragar los niños y adolescentes en la Santa Transición destacaban las soflamas progresistas, y hasta comunistas, contra la pena de muerte. El Estado no podía matar a los delincuentes más sanguinarios, porque era ponerse a su altura. Eso se decía mientras la ETA, el GRAPO y Terra Lliure mataban a docenas de españoles con bomba, con pistola o con metralleta.

En los debates constitucionales, González pronunció una de esas frases que construyeron su fama de hombre justo y bueno y que hizo que todavía más mujeres suspirasen por él: "La única manera de ser eficaces en la abolición de la pena de muerte es estar firmemente, como principio y en conciencia, contra la pena de muerte". Años más tarde, cuando ya estaba en La Moncloa, aparecieron los GAL, como apareció la corrupción: como por generación espontánea.

En su entrevista-masaje con Juan José Millás, Felipe nos regala con una duda que se le planteó a él, vegetariano, cuando le ofrecieron servirle una rabadilla humana. En 1989 ó 1990, alguien se enteró de que los miembros de la cúpula de ETA se iban a reunir en una casa y le ofreció eliminarlos mediante una bomba, al estilo israelí o francés. ¡Y a otra cosa, mariposa! El vegetariano olfateó la carne, removió la salsa espesa con una cuchara de madera, preguntó por las especias que se habían echado al guiso, empuñó el tenedor... y luego ordenó que le retirasen el plato.¡Qué duro es gobernar! No lo sabemos bien los contribuyentes. Al vegetariano González le ofrecen probar la sangre humana y a Rodríguez, de profesión diputado, le ponen en la mesa los planos del AVE para que escoja el trazado, como si fuera un ingeniero.

Más tarde, cuando el plato estaba frío o se había tirado a la basura, Felipe se preguntó cómo habría estado el asado de haberlo probado. Las mismas dudas que podía haber tenido Franco cuando firmó los indultos a los etarras condenados en el Consejo de Burgos o las que conmueven a Barack Obama después de firmar la orden presidencial que autoriza el asesinato de un ciudadano de su país.

La pena de muerte que aplican los gobernantes hipócritas que han abolido la pena de muerte legal es mucho peor que ésta: no hay juicio, no hay acusación, no hay pruebas, no hay defensa, no hay deliberaciones, no hay peticiones de gracia, no hay indulto... ¿Qué verían los cocineros de La Moncloa en los ojos de Felipe o qué oirían de su boca para servirle un plato de carne humana? ¿Y por qué nos cuenta lo apetitoso que le pareció éste? ¿Para que elogiemos su fuerza de voluntad o para que nos apuntemos al menú?

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