Menú
Pedro Salinas

Toledo lo tuvo todo

En las elecciones de junio de 2001 decidí viciar mi voto (en el Perú, por alguna razón insensata, el voto es obligatorio). Las dos únicas opciones que aparecían en la balota de la segunda vuelta eran Alan García y Alejandro Toledo, quienes en la campaña se comportaron como un par de orates peleándose por pilotear el Titanic.

Por Alan García no iba a votar de ninguna manera. Su desastroso gobierno (1985-1990) era argumento suficiente como para no darle chance de regresar al poder en los próximos cien años. Sus medidas económicas, todas de corte socialista, consiguieron lo que toda guerra anhela: hundir un país. Un titular de portada del diario Expreso, de septiembre de 1988, que guardo para luchar contra la amnesia, resume lo que se vivió en esa época: “Luz restringida. Vuelan diez torres”. “Agua contaminada. Falla en La Atarjea”. “Muertos y daños. Escalada terrorista”. “Colas en los grifos”. “Escasez de pollos. Mercados desabastecidos”. “Sin transporte. Hasta las 10.00 AM”. Todo esto ocurrió, aunque usted no lo crea, en el Perú, durante un solo día, con Alan García.

Por Toledo ya había decidido hace rato que no iba a votar. Por él voté, a regañadientes, en la primera vuelta de los comicios truculentos de 2000. En realidad, mi voto fue uno de protesta contra Fujimori y Montesinos. Toledo siempre me inspiró desconfianza por ser un advenedizo en la lucha por la recuperación de la democracia, un político sin trayectoria. Aunque sí reconozco que, en las postrimerías del fujimorismo, jugó un rol capital, de catalizador del descontento. Y contribuyó, por cierto, con la movilización de la ciudadanía contra el autócrata Fujimori.

Pero Toledo ya había evidenciado, en diferentes ocasiones, que la honestidad y transparencia no se encontraban entre sus virtudes; que era incapaz de encarar trances difíciles; que era demasiado susceptible a la crítica periodística. Tres defectos que, sumados, no hacen a un buen político. Menos a un estadista, que, entre otras cosas, debía enfrentar un embalse de infladas expectativas, una crisis institucional de colosales proporciones y una recesión económica que venía durando demasiado.

Sus dos años de gobierno han confirmado que mis temores se quedaron cortos. A la mentira, a la pusilanimidad, a sus intentos por controlar la prensa, hubo que añadirle populismo, demagogia, frivolidad y ausencia de espíritu austero. Además de impasibilidad frente a un Estado enorme y prepotente, hambriento, amorfo e incompetente, acostumbrado a trabar la creación de la riqueza.

Sé que es injusto responsabilizar al presidente Toledo de todos los males nacionales, cuyas causas, en muchos casos, se remontan a la época colonial o al nacimiento de la república. Pero Toledo tuvo todo a su favor. Todo. La ciudadanía le entregó toda su confianza y la poca fe que le quedaba, luego de la década infausta que se vivió con Fujimori y Montesinos. No es mi interés ensañarme contra un gobierno desprestigiado hoy ante los peruanos por sus propios actos. Pero sí subrayar que Toledo tenía la enorme responsabilidad de predicar con el ejemplo para que la historia no volviera a repetirse.

Hoy día, el fracaso de Toledo ha sido tan ostentoso que alternativas como las de Alan García, Alberto Fujimori y Ollanta Humala –un militar ultranacionalista que aspira a desterrar a todas las empresas extranjeras si llega al poder– han cobrado vitalidad inusitada, renovado vigor.

Sin embargo, pese a ello y a que muchos peruanos no hacen sino contar los meses que faltan para la partida de Toledo, con gran dosis de fastidio e impaciencia debemos enfatizar que nuestra democracia debe ser preservada. Que no importa cuán severos seamos de su gestión, Toledo tiene que llegar al final de su mandato.

Como dijo alguna vez Mario Vargas Llosa: “Por imperfecto y precario que sea, este sistema, el de la libertad y el de la ley, es la única garantía que tenemos de salir alguna vez de la barbarie de la pobreza, el atraso y la ignorancia”.

El Perú es más grande que los presidentillos como Toledo, incapaces de tomar las riendas de una oportunidad histórica única y quizás irrepetible. Toledo tuvo el azar y el viento a su favor. Tuvo la ocasión servida para devolvernos la esperanza. Tuvo el momento para guiar al Perú por la senda del respeto a la ley, de las instituciones, de la descentralización del poder, de la difusión de la economía de mercado. De introducirnos, en suma, en la cultura del éxito. Pero nos hizo sentir, una vez más, la frustración, la zozobra y el sabor de la derrota. Y eso no se puede perdonar.

Pedro Salinas es corresponsal de la agencia © AIPE en Lima

En Internacional

    0
    comentarios