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Pedro Schwartz

Un no francés

Si Francia vota mayoritariamente “no”, más probable que Holanda lo haga también, actitud negativa que puede extenderse a Dinamarca, Polonia y Chequia. Con eso, el referéndum británico de 2006 estaría perdido

Aumentan las posibilidades de que el pueblo francés rechace por mayoría la llamada Constitución Europea en el referéndum del 29 de mayo. Las opiniones sobre las consecuencias de tal rechazo son para todos los gustos y todas ellas pesimistas: van desde el augurio de un total y catastrófico hundimiento del proyecto de unificación de nuestro Continente, hasta la seguridad de que la compleja y obscura maquinaria de la UE seguirá funcionando como siempre, pasando por la previsión de la apertura de un nuevo y complicado período constitucional. Una sobria evaluación de las repercusiones del “no” francés quizá nos haga ver la situación con más optimismo.
 
Francia es con Alemania el motor de la unificación europea. Si el tratado constitucional sobre el que van a votar los franceses se interpreta como la coronación de los esfuerzos realizados desde 1957 para crear la UE, el que uno de los dos pilares de la Unión lo rechace puede parecer en efecto un golpe poco menos que mortal para el proyecto europeo. Los holandeses han convocado su referéndum para el 1 de junio: son muy europeístas, pero el asesinato del cineasta Van Gogh a manos de fundamentalistas islámicos ha despertado un sentimiento de rechazo contra la apertura de las sociedades europeas a incontables refugiados. Si Francia vota mayoritariamente “no”, más probable que Holanda lo haga también, actitud negativa que puede extenderse a Dinamarca, Polonia y Chequia. Con eso, el referéndum británico de 2006 estaría perdido. En suma, un “no” francés echaría a pique el texto constitucional cocinado en la Convención de Versalles.
 
Cabe preguntarse el por qué de la creciente intención de voto negativo de los franceses. Un elemento fundamental es el disgusto de una mayoría con su patético presidente Chirac, al que más de dos tercios de opinantes consideran poco de fiar. Se le ve como cabeza de una “clase política” alejada de los problemas diarios de los ciudadanos, como la delincuencia atribuible a los inmigrantes, la calidad de la enseñanza, el desempleo, el poco dinamismo de la economía. Luego está la creencia de que la nueva Constitución abriría el camino a la integración de Turquía, de que está demasiado cerca del modelo económico “anglosajón”, y la evidencia de que perpetúa poderes de veto en política exterior y de armonización fiscal. En todo caso, muchos ciudadanos de los diversos Estados usan los referendos europeos para expresar su malhumor frente a sus Gobiernos. Esto no es sino una manifestación de la falta de eco popular del proyecto europeo, lo que ha llevado a los partidarios de la nueva Constitución a la actitud paradójica de poner en duda la conveniencia de preguntar directamente a los votantes lo que piensan sobre Europa. Las elites europeas lamentan de boquilla el “déficit democrático” en la construcción europea, mas al propio tiempo quieren continuarla por caminos indirectos o por imposiciones impopulares.
 
Siguiendo con su inveterada costumbre de explicar las cosas a medias, los euro-entusiastas han presentado el proyecto de Constitución como mayormente una ordenación y simplificación de los Tratados vigentes, necesaria, se dice, porque la ampliación a 25 o 30 miembros hace que la UE sea ingobernable. Su disgusto ante un rechazo indica que hay mucho más en el texto. Hay una carta de derechos que consagra peticiones sindicales sobre horas de trabajo, vacaciones, participación en los consejos de administración de sociedades, que no son exigibles bajo las disposiciones actuales. Se abre camino a una política exterior unificada e independiente de los EEUU. Se extiende el campo de las decisiones por mayoría, lo que los eurócratas desean para evitar la competencia de países con mayor libertad laboral, impuestos más bajos, servicios más ágiles.
 
El rechazo de este texto forzaría el inicio de otro período constitucional, para la revisión de la carta que tan pocos apoyos parece concitar. Un nuevo intento de escribir una Constitución para Europa podría resultar aún más disgregador que el de Versalles. Sería mejor contentarse con imponer de hecho alguna de las reformas aunque fueran rechazadas: por ejemplo, Javier Solana podría acudir a las reuniones de la Comisión, sin voto pero con el apoyo de Benita Ferrero-Waldner, la comisaria de Asuntos Exteriores, y así constituirse en la voz mundial de la UE.
 
Por cuanto se refiere al resto, la UE continuaría como en estos últimos tiempos, funcionando a trancas y barrancas cual acostumbra. No parece que la presencia de 25 miembros la haya paralizado. Nada cambiaría en materia económica: el Pacto de Estabilidad que controla los déficit públicos ya está aguado; la directiva de liberación de servicios ya ha caído bajo los golpes de Francia y Alemania, algo que indica cómo funcionaría la UE con una Carta escrita por la vieja Europa. En resumen, el intento de presentar el rechazo del proyecto de Constitución como el fin de la UE es mera maniobra táctica, como lo es la negativa a diseñar un “plan B” para ese caso.
 
El lado positivo de un “no” francés sería una Europa más respetuosa de la voluntad popular en cada Estado miembro, más variedad en materia de modelos sociales y económicos, mejor aliada de EEUU.

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