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Pío Moa

Dos explicaciones de la motivación humana

Homero expone por boca de Odiseo dos (al menos) interpretaciones de la fuente de las acciones humanas. En una ocasión se refiere el héroe al “ávido y funesto vientre, que tantos males trae a los hombres y por el que se arman las naves de muchos bancos que surcan el estéril mar y van a causar daños a los enemigos”. En otro momento explica: “No me gustaban las labores campestres, ni el cuidado de la casa que cría hijos ilustres, sino las naves con sus remos, los combates y los pulidos dardos y saetas; cosas tristes y horrendas para los demás, y gratas para mí, por haberme dado algún dios esa inclinación, que no todos hallamos gusto en las mismas acciones”.

En cierto sentido, la primera motivación podríamos considerarla materialista, y hasta marxista avant la lettre. Después de todo, la concepción marxista de las motivaciones humanas descansa en el “ávido y funesto vientre”, por el cual las gentes luchan, se imponen unas a otras, se dividen en clases. Las clases vienen definidas por su posición en el proceso productivo, y la acción humana quedaría definida a su vez por la lucha entre ellas. La historia de los seres humanos, conscientes de ello –como parece serlo Odiseo– o no, sería la de una pugna incesante por los bienes materiales. Si tal fuera la motivación esencial de las acciones humanas, y a menos que considerásemos a la humanidad condenada a la escasez eterna, los males causados por el vientre tendrían un fin, aun si muy lejano: la abundancia generalizada del comunismo, cuando los vientres de todos quedaran por fin satisfechos y no hubiera razón para “armar las naves y perjudicar a otros”.

En cambio la segunda motivación suena “idealista”, por seguir la jerga clásica: es un dios el que impone a los hombres tendencias diferentes e incluso opuestas. En tal caso, la perpetua pugna del vivir humano queda más allá de todo posible arreglo, e incluso de toda comprensión o explicación para el hombre. Por lo tanto no tiene solución. No obstante, si miramos más de cerca la explicación de Odiseo, resulta compatible con el materialismo: basta sustituir el concepto de dioses por el de genes. Las combinaciones genéticas, en principio puramente aleatorias y ajenas a nuestra voluntad, nos imponen unas inclinaciones u otras, unas acciones u otras. Seríamos, como viene a decir Dawkin, juguetes de ellas. Ahora bien, si es así, el conocimiento y dominio progresivo sobre los genes permitiría al ser humano decidir finalmente sobre sus motivaciones y acciones, con efectos similares a los de la abundancia comunista. De hecho, ése es uno de los grandes temas de nuestros días.

Llegados aquí surgen algunos problemas. Por poner algunos, ¿quiénes decidirían sobre el tipo de motivación (de genes) a suprimir o a promover?, o ¿qué criterios seguir en la selección artificial genética? A muchos lo último les parecerá evidente y fácil: deberían suprimirse, por ejemplo, las inclinaciones violentas, aventureras o agresivas. Sin embargo, el mundo resultante podría convertirse en una pesadilla. Por un tiempo se practicó la lobotomía frontal para eliminar la angustia y males parecidos, pero, por desgracia, también quedaba eliminada la capacidad imaginativa. Tal vez lo que acabo de decir sea inexacto, pues lo he leído hace mucho tiempo, pero permite ejemplificar la idea: en el ser humano el bien y el mal están entrelazados de modo misterioso, y a menudo la supresión de un mal arrastra consigo la de un bien.

En otras palabras, quizá los dioses resulten menos manipulables de lo previsto, no puedan reducirse a genes, y exista un fondo irreductiblemente misterioso en la motivación humana. Unos dirán que sí existe ese fondo, y otros que no, pero estos últimos deben admitir que, en todo caso, hoy por hoy estamos lejos de descifrar el misterio, lo más probable es que nunca lleguemos a verlo, y entonces, a efectos prácticos, ¿qué más le da si un día se consigue o no?

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