Menú
Pío Moa

Entre la palabrería y la deslealtad, 1

Con cierto retraso leo el artículo de Rodríguez-Piñero ex presidente del Tribunal Constitucional y consejero de Estado, sobre la II República, publicado en “El país” el 14 de abril. Su tesis es doble: en primer lugar, que el fracaso de la II República cortó las aspiraciones de los viejos republicanos, empeñados, según él, en consolidar la democracia parlamentaria y modernizar la sociedad española; y en segundo lugar, que la constitución de 1979 entronca con la de 1931, y no con la Restauración.

Creo que plantear así el asunto es situar la historia en el reino de la retórica vacía, que tanto ha contaminado la política española en los siglos XIX y XX. Como venía a decir Von Gentz, los grandes principios pueden utilizarse para encubrir las peores fechorías cosa nada nueva en la historia. La libertad se ha usado como justificación del terror, la igualdad, para imponer el dominio totalitario de una casta, la fraternidad, para el genocidio. Así funcionó la revolución francesa, y así funcionaron en España los jacobinos cada vez que tuvieron ocasión de manifestarse, y, por supuesto, en la II República.

Las aspiraciones de “los viejos republicanos” a la democracia se concretaron en una Constitución extemadamente sectaria, hecha, no ya con la colaboración de los representantes de la mitad del país, sino directamente contra ellos; en la Ley de defensa de la República, que reducía a papel mojado los derechos retóricamente reconocidos en la Constitución ( también los reconocía la Constitución staliniana, por ejemplo, modelo de “aspiraciones democráticas” que muchos, sin ser comunistas, consideraban “ muy avanzadas”); y en una ley electoral que, como señalaba Gil Robles, empeoraba la de Mussolini.

La separación de la iglesia y el estado no fue tal, sino la utilización fraudulenta del estado por parte de las sectas republicanas para agredir violentamente las instituciones y sentimientos religiosos mayoritarios en el país. La “protección social y tutela de los valores del trabajo” se manifestaron en un brusco incremento del hambre, hasta los niveles de principios de siglo. Y así sucesiva y sistemáticamente. Que quien ha presidido el Tribunal Constitucional finja ignorar los hechos –pues no puedo creer que realmente los ignore–, sólo puede llenar de preocupación al ciudadano corriente. Su actitud convertiría la política en un concurso de charlatanería y demagogia, y ese ha sido, desde luego, uno de los grandes males en España y “Latinoamérica”. Las aspiraciones de los “viejos republicanos”, tan caras al señor Rodríguez-Piñero, carecen de toda relevancia al margen de los hechos. Salvando las diferencias, y por poner un caso extremo, pero indicativo, también Pol Pot tenía, seguramente, bellos sueños en la cabeza. ¿Habrá que prestarles más atención que a sus actos?

No menos extravagante es la “modernización” del país. Si pasamos de la palabrería a la práctica, la república aplicó una política económica absurda, cerró la única facultad de ciencias económicas de España –porque era de los jesuitas–, intensificó con una demagogia desatada las tensiones sociales y, como resultado de sus propias prédicas, tuvo que aplicar una represión brutal, que se saldó con más obreros muertos en los dos primeros años del régimen que en varios decenios de la Restauración. Su plan de reforma agraria era una chapuza inaplicable, como reconoce el mismo Azaña, y desembocó finalmente a algo tan “moderno” como la vulneración masiva de los derechos de propiedad, las invasiones de fincas, talas indiscriminadas y destrozos en los campos. Su tratamiento de los nacionalismos periféricos impulsó el separatismo violento en Cataluña. Y así podríamos seguir largamente.

Precisamente una de las plagas de la política española en los siglos XIX y XX ha sido la deslealtad, la falta de respeto a las reglas del juego, característica muy acentuada en los jacobinos, que en 1931 tenían la desfachatez de, por ejemplo, pronunciarse contra la intervención militar en la política, cuando habían sido ellos los que habían aplicado esa intervención sistemáticamente, desde principios del siglo XIX hasta diciembre de 1930, fecha en que habían intentado imponer la república mediante el enésimo “pronunciamiento”. Suele olvidarse, pero el golpismo militar constituye en España una tradición fundamentalmente izquierdista, aunque imitada ocasionalmente por la derecha. En 1934 los “viejos republicanos” con quienes parece identificarse el señor Rodríguez-Piñero, llevaron esa deslealtad hasta el extremo delirante de ¡asaltar la Constitución impuesta por ellos mismos! ¿Se puede pedir más modernidad?.

En su entusiasmo por aquellos modelos de democracia y modernización, el señor Rodríguez-Piñero llega hasta proponer la necesidad de tener en cuenta lo que él llama “valores republicanos”, para “la consolidación y la pervivencia de nuestra democracia”. La receta del ex presidente del Tribunal Constitucional tiene mucho sentido... si queremos volver al siglo XIX.

En Tecnociencia

    0
    comentarios