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Pío Moa

No vasquismo, sino antiespañolismo

En las decisiones políticas intervienen dos factores: la fuerza de las pequeñas realidades cotidianas y las motivaciones profundas. En cuanto a las primeras, la política se presenta a menudo como un cambalache en que unos y otros se reparten poder y prebendas, sin escrúpulo en traicionar los ideales o doctrinas que dicen sostener. Y así, los cínicos de pocos alcances dicen que “todos los políticos son iguales”, y por supuesto unos bellacos, lo que, incluso cuando es cierto, y no lo es siempre, es sólo parte de la verdad. Pues las convicciones profundas de los políticos, aunque a veces poco conscientes, juegan un papel de gran relieve, que en los momentos críticos puede tornarse decisivo e incluso echar a rodar todas las conveniencias. Una situación política puede analizarse como tensión entre ideales y conveniencias del momento.

La derecha española, tradicionalmente más respetuosa que la izquierda con las reglas del juego, pero también más dispuesta al cambalache y a claudicar en cuestiones fundamentales (véase el fin de la Restauración o la caída de la monarquía), ha olvidado con frecuencia este doble aspecto de la política, ignorando o no dando importancia a las motivaciones doctrinales del adversario. Así ha ocurrido con los nacionalistas “demócratas y moderados” del PNV o los pujolistas, o con nuestro “amigo” Mohamed VI. Pocas cosas pueden ser más peligrosas, pues contribuyen a que los conflictos acaben por no tener más salida que la violencia.

Durante todos estos años, la complicidad moral y política del PNV con los asesinos de ETA sólo ha estado oculta para quien quisiera cerrar los ojos (aunque fueran muchos quienes lo hacían). Ha bastado, por tanto, que el gobierno aplicara, con enorme retraso, una medida elemental contra los cómplices orgánicos del terrorismo para que las caretas caigan y el PNV plantee una crisis de estado. La doctrina y motivación profunda del PNV –hay que repetirlo incesantemente, porque ahí está la clave de todo– se encuentra en aquella frase de Sabino Arana: “El euskeriano y el maketo, ¿forman dos partidos contrarios? ¡Ca! Amigos son, se aman como hermanos, sin que haya quien pueda explicar esta unión de dos caracteres tan distintos, de dos razas tan antagónicas”. Toda la política del PNV está marcada por ese programa: romper la unión “entre dos razas tan antagónicas”. Toda su doctrina, su propaganda y sus actos derivan de ese antiespañolismo visceral. Un ejemplo: los nombres extravagantes que ponen a sus hijos no son vascos, no representan ninguna tradición vasca: tratan de ser, simplemente, no-españoles, o antiespañoles.

En el historial del PNV ha sido su capacidad de traicionar a los “maketos”, incluso a sus paradójicos aliados izquierdistas, el rasgo más identificador. Es bastante conocido el episodio del Pacto de Santoña, cuando vendió a los fascistas italianos a sus “compañeros de armas” asturianos y santanderinos. Pero después de la hazaña, que quedó entonces ignorada, siguió tranquilamente en el gobierno del Frente Popular, para, un año más tarde, en 1938, intentar una nueva traición intrigando en Londres para convertir a Vasconia en un protectorado inglés. Todavía después de la guerra permaneció su vocación traicionera, cuando espiaba para la CIA a sus necios e incautos “compañeros de lucha antifranquista”, exiliados en América.

El PNV ha llenado de humo y bajeza la mente de numerosos vascos. No lo ha hecho sólo en compañía de los partidos etarras: lo ha hecho con el consentimiento, cuando no el apoyo, de los socialistas y de una derecha que sólo entendía de la política el toma y daca cotidiano. La falta de firmeza en otras ocasiones va a exigir una compensación más fuerte ahora. Pero todavía no es tarde, ni mucho menos. Hay motivos de inquietud en las posturas del PSOE y de algunos derechistas, pero es también la ocasión de que Aznar dé su talla. Y de que los ciudadanos respondamos al desafío.

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