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Porfirio Cristaldo Ayala

La reforma agraria

En pleno siglo XXI, en la era de la globalización y la tecnología de la información, el Congreso paraguayo estudia la sanción de un nuevo Estatuto Agrario que permitirá la expropiación y el reparto de tierras a los campesinos sobre la base del modelo de reforma agraria de la Revolución Mexicana de 1917, modelo socialista que promovió Estados Unidos, en los años 50, para frenar el avance del comunismo en América Latina.

El problema de los “sin tierra” es trágico, tanto por su carga de miseria como por su error conceptual, error que explica el fracaso de la reforma agraria en todas partes. El problema no surge de la “desigual distribución” de la tierra, como creen los socialistas, sino del atraso. En las economías rurales desarrolladas, el 95% de la población vive en las ciudades, donde la productividad es mayor, los ingresos son más altos y la calidad de vida es superior. El 5% que trabaja en el campo lo hace en empresas agrícolas mecanizadas y de alta tecnología que proveen al mercado interno y exportan gran cantidad de alimentos.

En el Paraguay, desde 1963, la reforma agraria (IBR) repartió unos 10 millones de hectáreas, más de la mitad de toda la tierra agrícola del país. Pero la pobreza rural empeoró. Numerosas familias reclaman hoy un pedazo de tierra, pese a que miles de lotes adjudicados por el IBR han sido abandonados. Los “sin tierra” no son sino desocupados que invaden las propiedades para depredar el bosque y vender la madera. El invasor profesional, que va de una ocupación a otra, reclamando tierra y robando madera es producto del estatismo que condenó al país al atraso. A causa de ello, la mitad de la población paraguaya aún sigue subsistiendo en el campo. La situación sería muy diferente si en 1989, junto a la caída de la dictadura de Stroessner y la inauguración de la democracia también se hubiera impuesto la economía de mercado. Un alto crecimiento anual hubiera erradicado la extrema desocupación e indigencia y una proporción bastante menor de la población viviría en el campo. La mayor parte trabajaría en las ciudades con un nivel de vida muy superior. La propiedad hubiera sido sagrada e inviolable y el país hubiera preservado sus bosques y su fauna.

La reforma agraria es un error insalvable porque su fin es político y no económico. Rechaza la desigualdad y no el atraso. Y en lugar de impulsar el desarrollo rural, busca una supuesta “mejor redistribución” de la tierra. El análisis socialista calcula, por ejemplo, el índice de Gini que mide la desigualdad: “el 1% de los propietarios más ricos ocupa el 80% de las tierras, y el 40% más pobre sólo el 1%”. Pero el índice de Gini no significa nada en economía. Es sólo un ideal socialista, que no afecta la pobreza ni el desarrollo.

Expropiando y repartiendo las tierras “no aprovechadas racionalmente”, como pretende el nuevo proyecto de Estatuto Agrario, se podrá bajar el índice de Gini y reducir la desigualdad, pero no mejorará la productividad ni los ingresos. Lo festejarán los socialistas, las organizaciones campesinas, las ONGs, los populistas y envidiosos, y algunos de la Iglesia, pero la gente del campo se hundirá en la pobreza. La inseguridad y la violencia de la reforma ahuyentarán las inversiones, paralizará la producción, destruirá empleos y hundirá al Paraguay en la miseria. Eso es lo que nos enseña la historia y la ciencia económica.

La redención del campesino requiere un desarrollo económico acelerado. Pero esto sólo se logra en las sociedades que protegen y respetan los derechos de propiedad y no en países que organizan el reparto masivo de tierras ajenas en las llamadas reformas agrarias.

© AIPE

Porfirio Cristaldo Ayala es corresponsal de la agencia de prensa AIPE en Asunción.

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