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Rafael Balanzá

No amamos vuestros vicios

Los dos principales partidos políticos deberían remozarse por completo o incluso dejar paso a nuevas formaciones que los sustituyan.

Hace muy pocos días me enganché a un nuevo y gozoso pase televisivo de Julius Caesar, la formidable grisalla cinematográfica de Mankiewicz basada en la obra canónica de Shakespeare. No nos conmueve únicamente el friso animado, esas extraordinarias interpretaciones en mármol sanguíneo y viviente, la de James Mason por ejemplo en el papel de Bruto, haciendo tan suyos esos versos inmortales como si brotaran de la fragua de su cerebro y de su propio ánimo:

–No me amas, Bruto.
–No amo tus vicios, Casio.

Más allá de toda formalización estética, lo que realmente nos conmueve es la verdadera tragedia histórica y humana que sirvió de modelo al dramaturgo, el fatal destino de un hombre, un noble romano que pretendió ponerle una bella letra equivocada a la disonante música de la época que le tocó vivir. La guerra estaba perdida de antemano.

Matar a Cesar no servía para nada. Como sabemos, las estructuras políticas republicanas, basadas en muy altos y acendrados ideales, ya no eran útiles para gestionar lo que de hecho podía sobrevivir únicamente transformándose en un imperio piramidalmente configurado, a modo de una autocracia servida por un ingente aparato burocrático y administrativo que pudiera hacerse cargo de los extensos dominios de la Roma del siglo primero.

Fueron aquellos tiempos de crisis, como lo serían también los que vendrían cinco siglos más tarde, con el colapso del Imperio Romano de Occidente, y todavía mucho después con las revoluciones sucesivas que han dado lugar a la Europa contemporánea, hasta la sísmica doble conmoción de las últimas guerras mundiales.

En España vivimos ahora, al menos, una crisis triple. Tipo matrioska, por así decirlo. La crisis de la hegemonía occidental que ha durado varios siglos y está a punto de ceder ante la pujanza de los países emergentes, sobre todo asiáticos, la crisis europea y, además, la nuestra propia, ya tan evidente que ningún tipo de emplasto o paño frío sirve para bajar o disimular la fiebre.

Ha llegado la hora del cambio. Las estructuras políticas e institucionales de la transición deben ser reformadas o sustituidas, empezando por lo más alto. El rey Juan Carlos, sin necesidad de marcharse a Yuste, puede y debe propiciar una sucesión ordenada y constitucional abdicando en su hijo, que conserva hasta ahora impoluto el uniforme –por lo que sabemos– en medio de esta ventisca de estiércol en que se ha transformado la política nacional. Sería señal de relevo para una o dos generaciones.

El problema es que en España, en todos los lugares y a todos los niveles, parece que nadie sabe librarse de la doble Nelson de su propio sillón sin la ayuda de un fiscal y cuatro guardias civiles. Si esto sigue así, la política podría dar lugar a algo mucho peor que la política. Es imperativo abrir un nuevo ciclo y responder colectivamente a tres preguntas capitales: ¿somos todavía un país?, ¿somos un estado nación o acaso uno plurinacional?, ¿puede la Monarquía sobrevivir a este invierno de su desventura? Los dos principales partidos políticos deberían remozarse por completo o incluso dejar paso a nuevas formaciones que los sustituyan. Un Partido Socialista fundado por un linotipista del siglo XIX y que desempeñó un papel nefasto durante la Segunda República, una derecha democrática fundada por un exministro de Franco, no son mimbres adecuados para el nuevo cesto que necesitamos. Y también los mecanismos electorales deberían ser removidos, con una reforma constitucional si fuera preciso. Así, cuando los políticos lastimeramente nos pregunten si no los amamos podremos responder con augusta sorna, pero sin dar la espalda a la política: no amamos vuestros vicios.

En España

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