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Rafael L. Bardají

¿Daesh o no Daesh?

Llamar Daesh al Estado Islámico ha sido un rotundo fracaso.

Desde la publicación de El Quijote, España se ha rendido al nominalismo y muchos creen que las palabras son más importantes que la realidad que expresan. Es más, que las palabras son lo importante, no la realidad. Si no se nombra algo, no existe. Es lo que está ahora mismo pasando con el Estado Islámico, esa extraña entidad que ejerce su poder desde el norte de Siria al centro de Irak y que reclama haber constituido un nuevo Califato.

A tenor de lo que dicen nuestros dirigentes políticos y lo que se escucha en las televisiones y tertulias de radio, el Estado Islámico no existe –y mucho menos el Califato–, sólo existe Daesh. Pero ¿qué es realmente Daesh y por qué nos empeñamos en llamarle así? Al fin y al cabo, cuando nos referimos en castellano a Grecia decimos precisamente eso, Grecia, no Ἑλλάς o Hellás.

Daesh es en realidad el acrónimo mal escrito en el mundo anglosajón (en verdad debiera ser Daiish) de al Dawla al Islamiya fi al Iraq wa al Sham, que es la expresión que Abu Bakr al Bagdadi, el actual líder del Estado Islámico, y hoy honrado como el califa Ibrahim, utilizó en su anuncio de fusión entre Jubat al Nusra en Siria y el Estado Islámico de Irak, el 9 de abril de 2013. En castellano, "el Estado Islámico de Irak y del Levante".

La verdad es que nuestros dirigentes políticos, la mayoría de los cuales lógicamente no sabe árabe y hasta hace muy poco no había prestado atención al Estado Islámico, utilizan Daesh siguiendo una recomendación de nuestro servicio de inteligencia, el CNI, que hace algo más de un año, tras la caída de Mosul, recomendó no referirse al Estado Islámico por su nombre. Varias eran las razones que se esgrimían entonces.

La primera, que llamarles Estado Islámico conllevaba otorgarles una legitimidad como Estado de la que no debían disfrutar. Se trataba de un grupo terrorista, no de un Gobierno con sus fronteras reconocidas. La segunda, que alimentaría una imagen del grupo como poderoso y de organización victoriosa que no haría sino incrementar su atractivo para numerosos jóvenes islamistas, que acabarían engrosando sus filas. La tercera, que implicaría concederles una naturaleza islámica, algo que impediría separar al islam bueno y moderado del de los yihadistas y terroristas, a quienes se denuncia por no representar al verdadero islam. La última, que Daesh es un término peyorativo para los propios yihadistas.

Un año después, creo que conviene juzgar estas razones y evaluar su eficacia. Y eso sin entrar en que un servicio de inteligencia se meta a dirigir la política conceptual de todo un Gobierno.

Primero: ¿grupo terrorista o Estado? Un Estado nacional moderno se entiende que es una unidad de poder político, con un aparato administrativo, que ejerce su control sobre un territorio definido y que cuenta con una población. Es cierto que el ISIS nació como una organización terrorista, pero siempre tuvo por objetivo hacerse con un pedazo de suelo sobre el que reconstruir el Califato. Raqa, en Siria, estuvo administrada por el ISIS desde finales de abril de 2013, con todo lo que ello conlleva. Servicios básicos, luz y agua, apertura de comercios, policía, educación y hospitales. Y también entrenamiento de sus militantes, equitación y organización. Cando un año más tarde irrumpieron en Irak, borraron la fronteras con sus buldózers y se adueñaron de la segunda ciudad más importante del país; entre otras cosas, agrandaron su territorio y su población. Su poder se ejercía brutalmente sobre un territorio que es tres veces Extremadura y contaba con una población como la de Cataluña.

Yo desde luego no conozco ningún grupo terrorista que explote pozos de petróleo y ponga el crudo en el mercado sin interrupción; cuyos miembros conduzcan y empleen carros de combate o se permitan sitiar ciudades durante semanas. Banderas e himnos es ya más común. Es más, las prácticas del Estado Islámico o como se le quiera llamar son brutales, pero no es menos cierto que gran parte de la población que vive bajo su férula lo prefiere a la brutalidad rampante de otros grupos rebeldes, y las mafias y bandidos que siempre surgen en las guerras. El Estado Islámico les impone la sharía más estricta, es verdad, pero les trae también protección y certidumbre. Muchos son los testimonios que así lo reflejan. La violencia es palpable, pero no es un reino del terror irracional.

Ciertamente, el EI no cuenta con fronteras reconocidas por la comunidad internacional. Es más, ellos no las respetan, ya que la única concepción relevante para ellos no es la nación sino la umma, o comunidad de los creyentes. En cualquier caso, cabría recordar que hay muchos otros Estados con fronteras en disputa y eso no les hace menos países. Argelia y Marruecos, sin ir más lejos. O el caso extremo, ese Estado palestino reconocido por las Naciones Unidas y que en España quieren abrazar el PSOE y Podemos si llegasen al Gobierno.

Pero aceptemos que no queramos darles una legitimidad de la que no deben gozar. Sobre todo si con ello frenamos el flujo de admiradores y militantes del grupo. ¿Ha logrado el llamarles Daesh disminuir su atractivo para los yihadistas? A tenor de los números que ofrecen el mando americano e Interpol, o bien los islamistas no leen las recomendaciones del CNI ni escuchan a nuestros políticos y desconocen cómo les llamamos o les importa un rábano. El informe del Congreso americano hecho público a finales de setiembre de este año daba las siguientes –y espeluznantes– cifras: a medidos de 2013 habían llegado a Siria unos 5.000 combatientes extranjeros, procedentes de 60 países; a finales de ese año, la cifra subía a 8.500, de los cuales 2.000 provenían de países occidentales (Estados Unidos, Europa y Australia); en julio de 2014 la cifra ascendía ya a unos 15.000, y se estimaba que unos 2.000 al mes seguirían engrosando las filas de los guerrilleros hasta final de ese año; a mediados de 2015, la cifra de yihadistas que viajaban a Siria e Irak, esto es, en buena parte al Estado Islámico, superaba los 25.000, de los cuales unos 4.000 eran occidentales, es decir, el doble que apenas dos años antes. El país occidental que en términos relativos más efectivos aporta al Estado Islámico es –sorpresa, sorpresa– Bélgica; y Francia el que más en términos absolutos. Fuera de la esfera occidental, ese macabro privilegio corresponde a Jordania y Túnez, respectivamente.

Puede que cueste admitirlo, pero todo lleva a concluir que llamar Daesh al Estado Islámico ha sido un rotundo fracaso –y lo sigue siendo– a la hora de deslegitimar globalmente la llamada a la yihad. Y más en Europa.

Tercero: ¿es verdad que llamándoles Daesh se establece una barrera entre el islam y el yihadismo? Tras los recientes ataques en París y el estado de sitio de Bruselas, no han faltado oportunidades para que los dirigentes políticos repitan el mantra de que el islam verdadero es una religión de paz que nada tiene que ver con el yihadismo. No estoy muy seguro de que los miles de cristianos muertos o expulsados por el islam de los países árabes estén de acuerdo con el discurso positivamente correcto de la política actual. Y si no que le pregunten al obispo de Mosul, sin ir más lejos. ¿Dónde están las condenas de los atentados y de la violencia del Estado Islámico o de Al Qaeda por parte de los líderes espirituales del mundo islámico? ¿Dónde están las masivas manifestaciones de condena por parte de la población musulmana? Simplemente, no están. Hay quien puede argumentar que por miedo. Es posible, pero también es verdad que todas las encuestas que se pueden realizar, formal o informalmente, entre las minorías musulmanas en Europa dan un porcentaje alarmante, superior al 25%, de apoyo a la violencia yihadista. Pregunten si se atreven en el barrio de Molenbeek. O en Winson Green, en Birmingham. Si de verdad existe un demarcación entre el llamado islam moderado y el yihadismo no está en el utilizar el nombre de Daesh sino en un repudio abierta, continuo y público de la violencia por parte de los líderes y los integrantes de las comunidades musulmanas.

Por último está la ocurrencia de que llamarles Daesh enfurece a nuestro enemigo. No se de dónde se han sacado esto los expertos del CNI, pues todo se basa en el sonido fuerte y gutural al decir Daesh, que supuestamente recuerda a Dahe, que se podría traducir por "el que abusa". Conviene recordar en este punto que, salvo muy pocas excepciones (como la de Hamás, Harakat al Muquaouam al [i]Slamiya), los grupos u organizaciones no utilizan acrónimos. Lo de Daesh empezó siendo usado por Irán y la cadena saudí Al Arabiya. Sin embargo, no tanto porque sonara mal, sino por negarle su carácter de Estado. Quien sí se aferra desde entonces a esa denominación es Bashar al Asad, quien, por pura supervivencia, no puede admitir que ejerce su poder dictatorial sobre menos suelo sirio que el Estado Islámico. En fin, pensar que recurriendo al árabe y a los acrónimos nuestros políticos nos ofrecen una ventaja competitiva frente a las ganancias del Estado Islámico es simple y llanamente un espejismo. De hecho, es casi patético porque expone la incultura estratégica de quienes nos representan y dirigen. Obama, ese líder que tanto encandiló a muchos allegados a Rajoy, no dice nunca Daesh sino las siglas en inglés, ISIL. ¿Será que no se ha enterado aún?

Creo que hay otras explicaciones más plausibles sobre por qué se nos quiere hacer pronunciar Daesh en lugar de Estado Islámico, y que poco tienen que ver con las defendidas oficialmente. Mencionar al Estado Islámico es aceptar que es una verdadera amenaza, y como en periodo pre y electoral la guerra es una cosa inconveniente, mejor lo dejamos en Daesh. El Estado Islámico tiene una dirección postal a la que bombardear, y si no lo hacemos, pues somos unos irresponsables. Igualmente, se niega lo de islámico para no enfurecer a nuestras minorías musulmanas. Daesh supuestamente nos evita quedar como cobardes.

Don Quijote veía gigantes donde había molinos. Ahora elegimos ver Daesh para no ver la realidad del Estado Islámico, lo que representa y la amenaza real que supone. Al fin y al cabo, al terrorismo ya estamos acostumbrados. Al yihadismo, claramente no. Y al califato mucho menos.

© Revista El Medio

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