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Rafael L. Bardají

España-Israel: ¿y ahora qué?

La figura de Netanyahu evidencia terriblemente las inconsistencias, debilidades y cobardías de los dirigentes “de todo Occidente”.

Este año 2015 no ha comenzado bien, electoralmente hablando, para el Gobierno español. Primero fue Grecia, con el apoyo personal y en directo de nuestro presidente a la candidatura de Antonio Samaras, que acabó perdiendo estrepitosamente frente a Alexis Tsipras, primo hermano político de Pablo Iglesias; ahora ha sido la fulgurante victoria de Benjamín Netanyahu, ayer en Israel. Algo que, a tenor de las declaraciones de nuestro flamante ministro de Exteriores en el Círculo Ecuestre de Barcelona, debería interpretarse como "una pésima noticia para todo Occidente". Es de suponer, por tanto, que nuestro Gobierno habrá hecho como la Casa Blanca de Obama, guardar oficialmente un sonoro silencio, y estará dejando correr las horas antes de felicitar al primer ministro israelí por su cuarto mandato.

Mucho se ha dicho y escrito acerca de la intransigencia política del primer ministro israelí. Pero si de verdad es tan odiado "en todo Occidente" no es por su firmeza, sino porque nosotros no la tenemos. Como todos, Bibi Netanyahu juega con una inteligente distancia entre sus manifestaciones verbales y sus decisiones estratégicas. Y, de hecho, sus Gobiernos han sido extremadamente cautos a la hora de recurrir al uso de la fuerza, por ejemplo. Bastante más que su antecesor centrista, Ehud Olmert, por ejemplo. Y que sepamos, aún no ha bombardeado Teherán.

Aun así, la figura de Netanyahu evidencia terriblemente las inconsistencias, debilidades y cobardías de los dirigentes "de todo Occidente". Por ejemplo, es verdad que, en el afán exportador del actual Gobierno español, poder vender sin restricciones a Irán resulta un objetivo apetecible. Desgraciadamente, como Netanyahu recordó hace unas pocas semanas en Washington, hay una cosa que se llama embargo que de momento impide el libre comercio con Irán. Es más, no debemos menospreciar que las sanciones impuestas al régimen iraní son el producto de nada más y nada menos que de siete resoluciones del Consejo de seguridad de la ONU, refrendadas, todas y casa una de ellas, por España. Pretender ahora que, por el bien de nuestras empresas y de las estadísticas macroeconómicas nacionales, podemos hacer la vista gorda respecto a los motivos que llevaron a las sanciones es pura y llanamente un asalto a la legitimidad de las Naciones Unidas. Y no es que yo personalmente crea en ese organismo, pero deduzco que, tras los esfuerzos y gastos del ministro de Exteriores para llevar a España al turno rotatorio del Consejo de Seguridad, el Gobierno sí. Y uno debe respetar las decisiones de un cuerpo en el que cree.

También es verdad que a España le importa poco que Irán se haga con una bomba o con todo un arsenal atómico. Le queda mentalmente muy lejos. Pero alguien debería explicarnos a los españoles cómo unas negociaciones que comenzaron con el objetivo de desmantelar –destruir, cero– la infraestructura nuclear iraní han terminado hablando de permitir que dicha infraestructura quede prácticamente intacta, y que del cero enriquecimiento de uranio se pase a consentir que Irán siga produciendo la cantidad suficiente con la que poder construir media docena de bombas atómicas al año cuando así lo quiera. Cierto, España no es parte de las conversaciones entre el P5+1 e Irán, pero asumimos que, con la recuperación de la credibilidad internacional tras la etapa Zapatero, algo opinaremos al respecto. Algo diremos en el seno de la UE, pienso yo.

Desconozco a estas horas cuál es la posición de Exteriores sobre Asad, pero, dado el alineamiento en tantas cosas con el presidente Obama, es de imaginar que también le consideraremos ya un aliado más en la zona con el que pactar una salida a su guerra civil siria y al que pedirle que acabe con el Estado Islámico. Y por las mismas mantendremos el embargo de armas al Egipto de Al Sisi, a pesar de ser nuestra baza más segura para disminuir la influencia en toda la región del populismo islamista de los Hermanos Musulmanes en todas sus expresiones.

Pero estas son menudencias que nos separarán del nuevo Ejecutivo israelí. Apenas sin importancia, habida cuenta de que poco podemos hacer en esos terrenos como la potencia media-baja en que nos hemos convertido. No, donde mayor escarnio nos hace Netanyahu es en el tema palestino. Sobre todo si hace honor a sus últimas declaraciones de que no consentirá un Estado palestino mientras él esté en el poder.

¿Pero cómo un líder que aceptó la solución de los dos Estados en 2009, su primer discurso como primer ministro, rechaza ahora dicha posibilidad? Se puede explicar el exabrupto por el calor electoral y la urgencia de aglutinar a toda la derecha bajo su tienda política y evitar así una peligrosa fragmentación. Supongo que eso es lo que esperan los cancilleres europeos. Pero ¿y si no ha sido un exabrupto? ¿Y si es de verdad un cambio de política?

A nosotros, que de tanto cortejar a los Castro y perdonar a los Maduro de este mundo hemos perdido cualquier componente moral en nuestra acción exterior, nos debe de resultar muy difícil entender qué es lo que está pasando en Oriente Medio. Por ejemplo, algo tan básico como que la Autoridad Palestina afirme reiteradamente que jamás reconocerá que Israel es un Estado judío no nos llama la atención ni nos causa repulsa alguna. Y, sin embargo, si una de las dos partes se empeña en negar lo evidente del otro, ¿cómo cabe esperar un acuerdo justo, positivo y duradero? Cuando un Gobierno firma y publica en el BOE –aunque luego se retracte– la apertura de un consulado en Gaza, ante el Gobierno del grupo terrorista Hamás, pocas coordenadas morales nos quedan.

El Gobierno, prisionero de la rancia mitología al uso en Europa, cuando dice querer acelerar las negociaciones para un acuerdo de paz, declara un embargo de armas contra Israel y concede nuevas donaciones a los palestinos. Pasó mientras miles de cohetes caían sobre poblaciones israelíes. Si Jerusalén acepta a regañadientes una moratoria de nuevas construcciones en los asentamientos, o libera a cientos de terroristas –muchos con delitos de sangre–, no es suficiente prueba de buena voluntad; pero si la Autoridad Palestina edita –con nuestro dinero, eso sí– libros escolares en los que borra literalmente del mapa a Israel, honra a los terroristas y azuza el odio en sus discursos (en árabe, no en inglés), todo eso es justificable por la debilidad política de sus líderes. ¿La corrupción de sus instituciones? Mejor no mencionarlo. Total, aquí hay tanta…

Yo creo que ha llegado la hora de reconocerle al primer ministro israelí su claridad, aunque nos ruborice por nuestra inconsistencia. Pero no se nos puede llenar la boca de proclamas sobre los derechos humanos mientras nos olvidamos de los abusos, la falta de libertad y de elecciones entre los palestinos. No podemos hacer alarde de defender la buena gobernanza y mirar para otro lado cuando se trata de Palestina. No podemos situarnos en un plano moral superior cuando nos apoyamos en el mal. Así de simple.

Es hora de exigir a los palestinos lo que demandamos a Israel. Y es hora de exigirles que, si quieren ser de verdad un Estado –cosa que dudo seriamente–, se organicen para serlo en democracia y libertad, con integridad y con respeto a los vecinos. Promover por omisión un Estado corrupto, represor, antidemocrático, islamizante y que recure a la violencia para resolver sus problemas no es digno de España. Y no debería serlo de nuestro Gobierno. Y mucho menos de "todo Occidente". Creo.

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