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Ramón Villota Coullaut

Un cambio constitucional necesario

Países de una tradición democrática más larga, como el Reino Unido o Francia, se decantan por el sistema mayoritario, primando la estabilidad y el respeto a la formación electoral más votada

La Constitución del 78 –ahora que parece que la quieren cambiar por la vía de los hechos– tiene varios puntos francamente mejorables. Uno de ellos es el electoral, puesto que en los primeros años de democracia y en aras del consenso se buscó como solución el sistema proporcional, una fórmula para obligar al pacto. Ahora, viendo los efectos que ha tenido, que está teniendo y que puede tener en un futuro, es un buen momento para empezar a hablar de su sustitución. De los dos sistemas electorales existentes, el proporcional y el mayoritario, nosotros incluimos en la Constitución el primero, por lo que cualquier variación requeriría de una modificación constitucional.

Técnicamente, la principal diferencia entre estos dos sistemas reside en que en el proporcional, los partidos más votados en una misma circunscripción electoral obtienen escaños, mientras que en el mayoritario, sea a una o dos vueltas, las circunscripciones son de menor tamaño y tan sólo la candidatura más votada obtiene el único escaño que se elige. Tanto uno como otro sistema tienen, en teoría, sus ventajas e inconvenientes. El proporcional, el nuestro, es el que se supone que más se acerca a las distintas sensibilidades electorales, pero tiene el riesgo de que proliferen partidos pequeños sin posibilidades reales de gobernar, que actúan como auténticos grupos de presión en defensa de sus electores, minoritarios dentro del cuerpo electoral. El ejemplo más claro es el de Baleares, que será gobernada por el hexágono mientras que la oposición estará ocupada por un único partido político, el PP, que ha perdido el Gobierno por quedarse a un escaño de la mayoría absoluta.

En cambio, el sistema mayoritario da preferencia a la formación más votada en cada circunscripción electoral y desecha al resto de candidaturas. Este sistema suele incorporar una segunda vuelta, al que acuden los dos candidatos que han obtenido un mejor resultado en la primera. Eso también implica que, para captar los votos de las candidaturas de menor éxito electoral, los candidatos habrán de negociar con dichos grupos políticos el precio de su apoyo. Así, cada candidatura tendrá que lograr que los electores que no le han votado en la primera lo hagan en la segunda, pero sin perder los que ya había conseguido. Quien gana la primera vuelta no vuelve a conseguirlo necesariamente en la segunda. Eso tiene muchas ventajas, ya que los votantes sabrán a quién votan y a qué compromisos han llegado con otras formaciones antes de votar en la segunda vuelta.

Además, como es natural, la existencia de un único candidato y no de una lista electoral hace que en el sistema mayoritario exista una mayor relación entre el candidato y sus electores, en detrimento de la labor de intermediación –de control, mejor dicho– de su propia formación política. El sistema proporcional implica una mayor importancia del aparato de los partidos que en el sistema mayoritario, en donde el candidato es una persona en concreto, no una lista con una serie de nombres, la mayoría desconocidos para quienes les votan. De esta forma, en el sistema mayoritario el número de partidos políticos es inferior y el peso de los parlamentarios o concejales –y también, de paso, de los votantes- es mayor, lo que nos acerca más al ideal de democracia representativa.

En los países de nuestro entorno político y cultural, se siguen ambos sistemas, con preferencia por el mayoritario. En los de sistema proporcional es casi tarea imposible obtener mayoría absoluta, y el control de los partidos políticos pequeños, como en el ejemplo de Italia o el nuestro en la actualidad, es muy elevado. En cambio, países de una tradición democrática más larga, como el Reino Unido o Francia, se decantan por el sistema mayoritario, primando la estabilidad y el respeto a la formación electoral más votada sobre esa falsa creencia de un respeto a la minoría que se convierte, en muchas ocasiones, en un chantaje continuo al partido político gobernante. La situación actual es un ejemplo sangrante de ello.

En España

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