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Raúl Vilas

Por qué hay una bandera de España en mi balcón

LD

El nacionalismo me repele por encima de cualquier otra ideología. Aunque, afortunadamente, en menor intensidad que en Cataluña, en mi tierra Galicia padecí ese ambiente denso, irrespirable que genera la obsesión patológica por la identidad en su sentido más tribal, cerrado y cateto. Supongo que por eso desarrollé una tendencia un poco extrema al individualismo, a la disidencia y cierto rechazo a las exhibiciones de "amor a la patria". Nunca había colocado una bandera de España en mi balcón, hasta ahora. Ni en mundiales o eurocopas de fútbol ni el 12 de octubre. Nunca he tenido el himno como sintonía del móvil o he llevado pulseritas con la bandera. Me emociona mucho más un gol del Celta que uno de la selección española. No soy aficionado a los desfiles militares y en la Fiesta Nacional, si el trabajo me lo permite, prefiero desconectar de todo como un domingo cualquiera. Y, sin embargo, desde hace una semana luce en mi balcón una bandera rojigualda de considerable tamaño y de momento no tengo intención de quitarla. ¿Por qué?

En primer lugar, por esa sensación de abandono y desamparo que tantos españoles hemos experimentado estos días, quebrada sólo por el extraordinario discurso de nuestro Rey Felipe VI, especialmente mis conciudadanos catalanes, al menos la mitad de Cataluña, que asisten horrorizados y, en muchos casos, muertos de miedo, a un proceso totalitario que pretende convertir el principado en una granja nazi. Sólo por ellos ya vale la pena poner una bandera en mi balcón.

Obviamente, detrás de los símbolos hay mucho más. Todos pensamos primero en lo colectivo, en una historia común, la de la Nación española, de la que no sentirse orgulloso es cosa de necios, ignorantes o víctimas de ese odio irracional a España inoculado desde el separatismo y la izquierda. Pero, hoy, no se trata de reivindicar la Reconquista o nuestra gran obra como Nación que es La Hispanidad, que también. En la bandera yo veo a José González Fernández, mi abuelo, reviviendo entre delirios en su lecho de muerte 45 años después esa maldita guerra que nunca pudo olvidar y que arrasó nuestro país y a tantas buenas personas, provocada por el mismo odio y la misma hez política que ahora pulula entre podemitas, carmenas, colaus y separatistas varios. Y a las generaciones de la posguerra y el franquismo que en pocas décadas levantaron, deslomándose a trabajar aquí y en la emigración, un país que había quedado reducido a cenizas. También veo el miedo y los desvelos que pasaron mis padres como otros antifranquistas con la esperanza de que España fuese lo que es hoy, una democracia entre las más prósperas y libres del mundo. Y a los franquistas que siendo mayoría y teniendo el poder renunciaron a él en un acto de patriotismo insólito en una dictadura, que la desmemoria histórica intenta tapar en su afán por reescribir la historia. En esa bandera veo una infancia feliz y una vida con un bienestar muy superior al que habría disfrutado si hubiese nacido en tantos otros países, la mayoría en el mundo, en los que se vive mucho, pero mucho peor que aquí.

No sólo hay reafirmación de lo que somos en el gesto de colgar la bandera. También hay mucho de reacción. Como ya dije, al abandono y desamparo provocado por la inacción de un Ejecutivo indigno de ser considerado Gobierno de España. Pero, sobre todo, frente a un nauseabundo movimiento supremacista en una región tan privilegiada como contumaz ha sido la deslealtad de sus elites a lo largo de la historia. Cataluña tuvo el primer ferrocarril, el primer tendido eléctrico, las primeras autopistas, disfrutó del arancel textil que empobreció al resto de España y arruinó industrias como la del lino gallego. Ya en el franquismo se les dio la SEAT, el monopolio portuario y el de las ferias de muestras. Sin el esfuerzo conjunto de toda España no hubiesen logrado los Juegos Olímpicos y los sistemas de financiación autonómica han sido siempre diseñados a su medida. Centenares de miles de gallegos, extremeños, manchegos, andaluces, murcianos que huían de la miseria de sus regiones, en parte provocada por aquellos privilegios, sirvieron de mano de obra barata. ¿De qué agravios hablan? No son más que unos racistas de mierda que llevan décadas burlándose del camarero gallego o la ‘chacha’ andaluza y ahora ven, con desesperación, cómo al competir en libertad cada vez más regiones españolas les superan mientras el nacionalismo y la corrupción, que no Madrit, les arruina a ellos. Tantos años de protección al textil y ¿dónde está Inditex? Luis Ventoso publicó en ABC un excelente artículo sobre esta cuestión.

Cuelgo la rojigualda en mi balcón para diferenciarme de los equidistantes, malditos equidistantes. De los ferreras, escolares, estornudos e icetas y también algunos próceres de un liberalismo que no reconozco. Porque… ¿hay algo más despreciable moralmente que un negro justificando el apartheid? Y me emociona ver Madrid, que ya es también mi ciudad, llena de banderas. Una capital abierta en la que convivimos españoles de todos los rincones de la piel de toro, una ciudad que recibe con los brazos abiertos al disidente venga de Argentina, Cuba, Venezuela, Lizarza o Barcelona. En definitiva, la bandera de España está en mi balcón porque desde las Cortes de Cádiz España es refugio y garantía de libertad, una Nación de ciudadanos libres e iguales con vocación universal frente a esas tribus reaccionarias, de curas trabucaires, complejos aldeanos, tiros en la nuca y urnas en la sacristía.

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