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Ricardo Medina Macías

Grandilocuencia vs. incentivos

Un argumento que tal vez convenza a los estrategas del gobierno es que hay que diseñar reglas e instituciones para que “portarse bien” sea un buen negocio para todos y cada uno de los ciudadanos.

Aun para quienes carecen de la dicha de la fe, hay un éxito innegable en la historia de la Iglesia Católica. Sus enseñanzas son suficientemente persuasivas para hacer que la mayoría de los fieles “se porten bien” o al menos simulen que “se portan bien”.

La raíz de este éxito moral debe buscarse en el gran realismo de la Iglesia y en su conocimiento de la naturaleza humana. Dicho de otra manera: la Iglesia predica y sabe que somos una “naturaleza caída”, que el género humano está marcado por la inclinación al egoísmo, derivada del pecado original.

Somos “llevados por la mala” y por eso necesitamos un inteligente sistema de incentivos –castigos y premios–, para que cumplir las reglas morales sea buen negocio.

Un comunista inteligente, Antonio Gramsci, supo descubrir que la moral católica tenía la ventaja de haber impregnado a toda la sociedad (en los países católicos, como Italia) de forma tal que las prédicas del más humilde sacerdote en una pobre parroquia rural tenían la misma raíz que los postulados del más sesudo teólogo.

Esta culturización, diría Gramsci, ha sido tan exitosa que los dichos populares –la sabiduría secular que se transmite de generación en generación– reflejan fielmente los dictados morales.

Tomemos un viejísimo dicho popular relativo a la corrupción, que ejemplifica este conocimiento profundo de la naturaleza humana: “Con el arca abierta hasta el justo peca”. Lo mismo, palabras más o menos, podría decir la escuela de la elección pública cuando nos recuerda que todos, políticos incluidos, somos seres humanos, no ángeles, y buscamos nuestro beneficio personal.

El dicho popular nos recuerda que el buen comportamiento es más un asunto de incentivos que de buenas intenciones. Que la corrupción es un asunto de oportunidades y de expectativas de ser pescado y castigado. Si existe la oportunidad de robar, si hay pocas probabilidades de ser detectado robando y aún menos probabilidades de ser castigado severamente por hacerlo, la probabilidad de robar es muy alta.

Si a esto se agrega que el sistema de supervisión del gobierno está diseñado para que el soberano (es decir, el presidente o quien ejerza por analogía el poder discrecional) se allegue buenas voluntades y castigue a los desafectos, el círculo se cierra: agobio al supervisado con regulaciones kafkianas acerca de los procedimientos para tenerlo siempre bajo control del soberano, que a discreción puede castigarlo o premiarlo.

¿Cuál es el incentivo? Estar bien con el supervisor, con el vigilante o, mejor aún, con el soberano que es dueño de la ley.

Nótese que la sabiduría de la moral católica, apenas esbozada en este apresurado resumen, está en el polo opuesto de los dictados voluntariosos de buena parte de los libros de “autoayuda” y “motivación” que se venden en los supermercados y de los cursos “iluminados” con que se nutren los estrategas que rodean al presidente Vicente Fox.

Nótese, también, que esta sabiduría milenaria está muy lejos de las “grandes palabras” de los teóricos de la política. Palabras como “servicio a la patria”, “espíritu cívico”, “defensa de la soberanía nacional”, “apego a los elevados valores del Estado” y demás. Palabras que pretenden ocultar intereses, ambiciones y temores muy concretos.

A ver si lo entienden de una vez. Gobernar no es un asunto de “grandes palabras” ni de gestos cursis, sino de incentivos.

Ricardo Medina Macías es analista político mexicano.

© AIPE

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