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Ricardo Medina Macías

Locura y presunción del déspota benevolente

Dicho déspota omnisciente debería ser capaz, en este mismo instante, de decidir lo que usted debe hacer y cómo debe hacerlo, al mismo tiempo que debería ser capaz de discernir en forma idéntica –qué deben hacer y cómo– por millones de seres humanos más.

Al mito del déspota benevolente le suele acompañar, como mito gemelo, el mito del déspota sabelotodo, capaz de suplir con eficacia millones de voluntades libres y obtener resultados "justos" para la sociedad.

Una de las más graves falsedades de los discursos electorales hoy en México, aceptada por casi todos, es que la pobreza como tal es el principal problema que debe resolver el gobierno. Error; estamos confundiendo el síntoma con la enfermedad. El principal problema no es la pobreza, sino la incapacidad para generar riqueza o, peor aún, cómo erradicar todo aquello que nos lleva a desperdiciar –asignar mal– los recursos.

Detrás de esto hay una paradoja atroz: aun suponiendo que pueda existir tal maravilla como un déspota de veras benevolente –la expresión "déspota benevolente" la he tomado de James Buchanan–, si ése déspota está convencido que el problema a resolver es la pobreza, ese déspota con las mejores intenciones del mundo sólo generaría más pobreza, asignando inexorablemente mal los recursos. ¿Por qué? Porque se echaría sobre sus hombros una tarea que ni el más inteligente, ni el más preparado, ni el más visionario de los seres humanos puede hacer con éxito: conocer y controlar en cada momento y lugar millones de variables impredecibles, decidir por millones de seres humanos cuáles deberán ser sus fines particulares en todo momento y lugar, y actuar en consecuencia. Dicho déspota omnisciente debería ser capaz, en este mismo instante, de decidir lo que usted debe hacer y cómo debe hacerlo, al mismo tiempo que debería ser capaz de discernir en forma idéntica –qué deben hacer y cómo– por millones de seres humanos más. Tal déspota no sólo debe tener en la mente el modelo ideal de sociedad igualitaria que promete, sino los millones de diagramas que en cada momento indican previsoramente las consecuencias de los actos de cada cual y la compleja red de interacciones que generan esos actos.

Nuestro déspota debe fijar aquí y ahora el mejor precio de los limones para el consumidor, pero también debe prever que tal precio sea de veras remunerador para quien cultiva los limones y para quien los distribuye, y que tal precio permita reinvertir a los productores (de forma que siga habiendo limones disponibles); deberá discernir, además, quién debe cultivar limones y en dónde y si el mejor uso de esa tierra es para el cultivo de limones y no para sembrar rábanos o construir un hospital o una escuela. Y así hasta el infinito.

Escribió Adam Smith: "El gobernante que intentase dirigir a los particulares en cuanto a la forma de emplear sus capitales, no sólo echaría sobre sí el cuidado más innecesario, sino que se arrogaría una autoridad que no fuera prudente confiar ni siquiera a Consejo o Senado alguno; autoridad que en ningún lugar sería tan peligrosa como en las manos de un hombre con la locura y la presunción bastantes para imaginarse capaz de ejercerla".

Decirlo más claro, se antoja imposible.

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