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Ricardo Medina Macías

Otro problema que nos ahorramos

Un estadounidense puede sentirse orgulloso de que su país tiene las mejores universidades del mundo, pero también preocupado de que la mayoría de los doctores que se gradúan en esas universidades no son norteamericanos

Las mejores universidades del mundo están en Estados Unidos, pero la mayoría de quienes obtienen un doctorado en ellas –en su mayor parte asiáticos, no estadounidenses– se enfrentan a toda clase de obstáculos idiotas para poder quedarse a trabajar e investigar en Estados Unidos.

Recientemente, Thomas L. Friedman publicó en el New York Times un revelador artículo acerca de la estupidez política, bajo el título Laughing and Crying (Riendo y llorando) en el que cuenta sus agridulces reflexiones tras asistir a una ceremonia de graduación en el Rensselaer Polytechnic Institute, una de las mejores escuelas del mundo en ingeniería y ciencias.

Dicho en pocas palabras, un estadounidense puede sentirse orgulloso de que su país tiene las mejores universidades del mundo, pero también preocupado de que la mayoría de los doctores que se gradúan en esas universidades no son norteamericanos, porque el resto del sistema educativo estadounidense está fallando miserablemente a la hora de formar buenos candidatos a ser científicos, tecnólogos e investigadores de calidad.

Pero no es ese hecho el que hace llorar a Friedman, sino algo más grave aún: la mayoría de esos nuevos doctores –formados por la crema y nata de la ciencia mundial– seguramente no se quedarán a investigar y trabajar en Estados Unidos gracias a los estúpidos prejuicios contra la inmigración que se han vuelto a poner de moda en ese país y que los políticos usan para captar votos y electores.

Junto con su título académico Hong Lu, Xu Tie, Tao Yuan, Fu Tang –todos ellos nombres chinos inventados por Friedman– deberían recibir su certificado de residencia definitiva en Estados Unidos (green card), pero no es así. Lo más probable es que Lu, Tie, Yuan y Tang reciban toda clase de señales –del Gobierno y de muchos estadounidenses- de que no son bienvenidos, ya sea porque se especula que les quitarán empleos a los estadounidenses o, peor todavía, porque políticos y periodistas populistas (e idiotas) siembran la sospecha de que, por ser extranjeros, son criminales o terroristas en potencia.

Es para llorar. Lo bueno, para nosotros los mexicanos, es que no nos tenemos que preocupar por ese tipo de asuntos. Ni en sueños nuestras universidades, públicas o privadas, están formando a la vanguardia científica del mundo. ¡Qué alivio!

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