Necesitamos una Constitución que nos haga más libres, no una Constitución que nos siga expropiando derechos fundamentales con la falsa promesa de que nos hará más prósperos.
La discusión sobre una reforma radical a la Constitución mexicana, o sobre la promulgación de una nueva carta magna, es inevitable. Tarde o temprano el gobierno de Vicente Fox tendría que enfrentar el hecho de que la actual Constitución necesita someterse a un examen profundo y sin prejuicios.
El aliento con el que México inicia el nuevo siglo es de libertad. Por desgracia, la historia del siglo XX para México fue la de un tortuoso camino en el que valores secundarios –el orden, la mal llamada paz social, por mencionar algunos-- fueron pretexto para ir reduciendo derechos y libertades fundamentales.
Algunos gobiernos “revolucionarios” más, otros menos, fueron restringiendo la libertad de los ciudadanos. En ocasiones, la libertad nos fue menguada con promesas de prosperidad casi instantánea o de igualitarismo infantil. En ocasiones, la libertad sufrió el embate de gobiernos que plasmaron en la ley sus intentos megalómanos de dirigir la vida de cada persona desde la cuna hasta la sepultura.
De forma esquemática puede decirse que la Constitución mexicana durante el siglo XX fue abandonando el aliento liberal del México de la segunda mitad del siglo XIX (y de la Constitución de 1857) para dar cabida a los propósitos planificadores que conciben al gobierno como supremo dador de beneficios y castigos, como deidad omnisciente que dicta quién debe hacer qué, cuándo y cómo.
Basta contrastar los ampulosos propósitos “sociales” de la Constitución –que lo mismo dicen garantizarnos trabajo que alimento, salud, vivienda y hasta una visión racional del universo-, con los resultados a la vista de todos, para concluir que la Constitución como gigantesco programa de gobierno fracasó estrepitosamente.
Fracasó justamente porque se propuso lo imposible y porque, en su desmedido afán de controlar la vida nacional expropió derechos y libertades fundamentales. Nos prometió prosperidad y no sólo nos condenó a la pobreza sino que nos prohibió, con grandes voces, el ejercicio de las libertades necesarias para una prosperidad digna.
Cualquier intento de reforma radical a la Constitución –y vaya que necesita reformarse a fondo-, debe partir del reconocimiento de ese fracaso y de sus causas. Dicho en sentido positivo: debe restaurar libertades y derechos indispensables para la prosperidad. Derechos que, justamente, han sido denegados en la medida que el presunto contenido “social” de la Constitución quiso imponer la prosperidad como dádiva del Estado y no respetarla como anhelo y logro del individuo.
La actual Constitución atenta, en su aberrante capítulo económico, contra un derecho fundamental para el desarrollo libre e integral de la persona: el derecho de propiedad. El territorio nacional, desde el subsuelo hasta el aire pasando por las costas, ha sido enajenado a favor del gobierno en turno, bajo el manto hipócrita de una “soberanía nacional” abstracta que en la práctica niega la soberanía del pueblo.
Las contadas libertades personales reconocidas en la Constitución son castigadas, en la misma ley fundamental, por numerosas restricciones.
Si vamos a discutir qué se debe eliminar de la Constitución empecemos por las restricciones a la libre propiedad y a la libre competencia. Aun quienes carecen por desgracia de bienes mínimos para sentirse dueños de sí mismos serán más libres en un régimen legal que les garantiza la oportunidad de forjar un patrimonio inalienable. Que les garantice que está en sus manos, y no en las del gobernante en turno, el forjarse un mínimo de prosperidad.
Otra libertad denegada es la que se refiere a la libertad de las familias y de las personas para elegir cómo buscar el conocimiento (educación), la salud, la vivienda. Bajo el pretexto de la “justicia social” nuestras leyes impiden a una mayoría de los mexicanos elegir su escuela, su médico, su hospital, con quiénes asociarse en su trabajo, a quién confiar la defensa de sus asuntos laborales.
Sí, necesitamos una Constitución nueva. Radicalmente nueva para que se nutra de sus raíces más nobles y más olvidadas: las de la libertad.
© AIPE
El mexicano Ricardo Medina Macías es analista político.
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